Víctor Ronquillo
La Jornada Semanal
I
María espera en la soledad de una brecha. La cita era urgente, un llamado de quien ha sometido a la ciudad al temor, los dueños de la vida de todos, los poderosos narcos y sus cómplices. El licenciado Álvarez se encargaba de las relaciones públicas de la organización. Había establecido los necesarios acuerdos políticos, representaba a los jefes en los negocios. Era el flamante socio de quienes habían entendido que las amenazas de la extorsión se cumplen. Pronto caería la tarde. Cerca del lugar donde María se encontraba, a poco más de un kilómetro, fue hallado un par de cuerpos calcinados justo cuando comenzó esta nueva era de terror, cuando ellos tomaron el control, cuando se erigieron como vencedores en la última de las guerras libradas por la ciudad, una ciudad ubicada de manera estratégica a la entrada de la sierra, donde abundan los cultivos de marihuana y amapola, cercana a la capital, centro neurálgico de las decisiones políticas y económicas, a menos de un par de horas por carretera de uno de los puertos comerciales más importantes no sólo del estado, sino del país. La ciudad es un enclave determinante en la geografía de las transnacionales del narcotráfico.
María fotografió esos cuerpos irreconocibles. El horror de la muerte en versión de restos humanos carbonizados. Imposible identificarlos. En alguna parte alguien espera todavía por ellos. María escribió la nota para La de Ocho, el diario local en el que trabajaba y para Acontecer, periódico que se editaba en la capital del estado y del que ella era corresponsal. Era conocida en el gremio, buena reportera, tan buena que casi había logrado que sus colegas olvidaran que se había casado con un personaje vinculado a los sótanos del poder local: Gregorio Antúnez, quien fue jefe de la policía años antes de que empezara la pesadilla, cuando los narcos decidieron erigir imperios criminales en cada municipio. A Antúnez lo llamaban el Gato: tenía siete vidas y siempre caía de pie.
María esperó un rato más. Temía lo peor. No se equivocó. Escuchó el motor de la Hummer que apareció a la distancia en la brecha, con las luces encendidas. Se detuvo frente a ella. Álvarez se tomó su tiempo para bajar, lo hicieron primero los dos hombres que siempre lo acompañaban, su guardia. Todo estaba bajo control. Quién haya conocido al licenciado jamás olvidará su sonrisa, una sonrisa putrefacta, maligna.
No dijo mucho. Habían pactado con los periodistas. María fallaba. Los jefes estaban molestos, muy molestos. Le habían pedido que hablara en persona con ella en atención a Antunez, el Gato, un amigo respetado por todos.
A María debió perseguirla en sus pesadillas la sonrisa contrahecha del licenciado Álvarez.
II
La oficina era fea y estaba montada en una antigua bodega, por lo que no había ventanas. A pesar de los litros de Pinol gastados, de los aromatizantes y hasta las cajas y cajas de varitas de incienso quemadas, un penetrante olor a nadie-sabe-qué, aunque se decía que a muerto, habitaba con persistencia el lugar. Era su principal y odiosa característica. Los reporteros se encontraban ahí, media docena, todos conocidos, todos corresponsales de los llamados medios nacionales. Los había citado el comandante Ortiz, quien llevaba en la ciudad ya seis meses. Había llegado al frente de un operativo que desplegó militares y fuerzas de la Policía Federal en el punto más candente de la guerra, cuando los tiroteos en el centro de la ciudad, cuando los actos de verdadero terrorismo cobraron la vida de una docena de inocentes, cuando el caos estuvo a punto de impedir la necesaria marcha del negocio y la maquinaria del control político del crimen estuvo a punto de deteriorarse. Ahora eran otros tiempos: de paz, pero la sangrienta paz instaurada por los nuevos dueños de la ciudad. El comandante presentó al licenciado Álvarez, quien no dijo mucho, sólo amenazó. La “nómina” iba a manejarla Juan Castillo, veterano reportero de nota roja con fama de corrupto, quien gustaba de ostentarse como comandante de la policía ministerial. Algunos de los reporteros presentes en esa reunión se ofendieron cuando Álvarez dijo: “Juanito trabaja con nosotros desde hace tiempo. Es uno de los suyos. Fue quien me dijo cuál era el precio de cada uno de ustedes.”
III
Plata o plomo. Lo que se publicaba en los cuatro o cinco diarios locales, la información que llegaba a las redacciones de los periódicos llamados nacionales y a las dos principales cadenas televisoras, además de a media docena de estaciones de radio, era la que convenía a los intereses de la empresa criminal que representaba Álvarez: los muertos y sus fotografías, los atentados y sus víctimas, la estrategia del incendio y la alarma con grandes titulares, o bien la del silencio donde se oculta todo. Una estrategia de medios fraguada por verdaderos especialistas que tal vez laboran en sofisticadas oficinas en Nueva York o del mismo Pentágono, vaya a saber. Pero en la trinchera de la guerra de aquella ciudad en México, de su control, algo fallaba: una reportera no se sujetaba a las indicaciones, seguía por la libre. Aquel reportaje sobre los problemas del drenaje, cuando las lluvias, la denuncia de la compra de materiales de pésima calidad para el revestimiento de calles y banquetas, molestó a muchos. Lo peor era que María jamás supo que aquellos sobres de dinero con su nombre, billetes nuevecitos de doscientos pesos, Juan Castillo los depositaba en su cuenta bancaria.
Coda
María desapareció. Los dueños de la ciudad le cobraron el atrevimiento de publicar información que afectaba a sus intereses. Quizás el encargado de la “nómina” decidió que lo mejor era su silencio, eliminarla, desaparecerla, ante la posibilidad de que se descubrieran los robos. Tal vez el temible Gato Antúnez decidió que una esposa periodista ponía en riesgo la alianza que había establecido con los nuevos dueños de la ciudad y prescindió de ella.
Lourdes, la hermana de María, cuenta en una carta escrita con toda propiedad que no se resigna a decirles a las hijas de María, sus sobrinas, un par de niñas de ocho y diez años, que su madre ya no volverá.