Albergue de Mamá Rosa fue una cárcel siempre; así se diseñó, no fue algo paulatino y «gobiernos» lo sabían

Sanjuana Martínez
La Jornada

Zamora, Mich.

Alondra Arellano García tiene la mirada perdida. Llora, no habla. Lleva siete días esperando la entrega de su niño de cinco años. Vivió 27 años en el albergue de La Gran Familia y hace 45 días se escapó y lo dejó allí.

Legalmente su hijo se llama Gabriel Alejandro Verduzco Verduzco. Cuando nació, la fundadora y directora del albergue, Rosa Verduzco, le advirtió que el niño no le pertenecía y la hizo firmar un documento notariado donde le cedía la guarda y custodia, la misma situación en que se encuentran los casi 600 bebés, menores y mayores rescatados.

La propia identidad de Alondra está en esas circunstancias. Llegó al albergue de ocho meses y Mamá Rosa le cambió los apellidos: “Enfermé y su papá me la robó y vino aquí a entregarla. Hice todo lo que pude para recuperarla, denuncias, mandé cartas a los presidentes de la República, denuncié a derechos humanos y nadie me hizo caso. Ella legalmente tenía la patria potestad. Hace ocho días me tocó venir y falleció mi papá. Lo tenía tendido en Uruapan y yo estaba aquí esperando que me dejaran conocer a mi nieto”, dice su madre, Hilda Elizabeth García Rojas Pérez a unos metros del albergue.

Madre e hija son prácticamente dos desconocidas. Mamá Rosa le permitió verla sólo seis veces durante 27 años. “Me llegó a la casa hace mes y medio. Se escapó cuando los sacaron a comprar algo. Sicológicamente está por los suelos. No le puedo hablar porque se enoja. No tiene ningún respeto por nada, no le enseñaron modales, no sabe hacer nada, no sabe de obligaciones, está salvaje. Se sirve a sí misma. No come, no habla, es muy agresiva.”

Alondra sigue con la mirada perdida, llorando, mientras su madre habla. La Procuraduría General de la República, a cargo del lugar, sólo le ha permitido ver a su niño una vez: “Es que dicen que ella le pegaba al niño con un palo. A ella también le pegaban con un palo. ¿Qué pueden esperar? Vivió así 27 años, no conoce otra forma. Allí se embarazó, allí se alivió (parió)… ¿Quién es el papá del niño, hija?”, le pregunta su madre.

Alondra voltea y le lanza una mirada de enojo. Mira a la reportera y contesta: “Es uno como yo. De los mismos. Se llama Marco Antonio Reyes López, es de Lázaro Cárdenas, pero luego de escaparse se cambió de nombre. No me importa, no lo quiero ver”. Su madre la interrumpe y la cuestiona: “¿Di, hija, ¿cómo fue tu vida allí adentro?” Alondra vuelve al mutismo y su mirada se pierde rumbo al lugar que fue su hogar por 27 años. Su madre se encarga entonces de narrar el horror de maltrato y abusos que sufrió.

En la entrada del albergue hay aún camiones de basura. El olor no detiene a los trabajadores municipales de la limpieza que después de siete días siguen cargando carretillas: “Llevamos como 30 toneladas, la mitad es ropa”, dice el jefe.

En el patio, una veintena de madres esperan sentadas la llegada de sus hijos a quienes la PGR ha permitido recibir visita. En el lugar hay decenas de trabajadores estatales de diferentes instituciones atendiendo la situación de emergencia.

“Funcionaba como un siquiátrico”, dice sin ambages uno de los sicólogos que da terapia de contención a los niños rescatados.

“El albergue funcionaba de manera inhumana; así estaba diseñado desde el inicio; no fue algo que se fuera dando; fue siempre una cárcel, las habitaciones así están diseñadas, enrejadas, cerradas por fuera.”

Los sicólogos trabajan jornadas extenuantes y permanecen día y noche atendiendo a los niños. El llanto en la noche de los bebés y de los niños más pequeños inunda el lugar de desasosiego: “Sufren de miedos, pesadillas, angustia, zozobra, mucha zozobra”.

Los agentes del Ministerio Público interrogan a los niños para establecer el nivel de abuso sexual que sufrieron. Los sicólogos colaboran: “No lo están hablando fácilmente, aún no lo pueden verbalizar. Los que se presume que fueron víctimas dicen que fue el personal del albergue, los colaboradores de Mamá Rosa, incluso señalan que algunos de los bebés son hijos de estos vigilantes”, dice un terapeuta.

El tratamiento inmediato es complejo por el nivel de maltrato que padecieron: “Todos sufrían mucho castigo físico, sobre todo golpes. Un chico tiene muchas lesiones, quemaduras de cigarro; en general, todos fueron golpeados con palos. Los castigaban, les restringían la comida, los encerraban en los cuartos de castigo, en el famoso Pinocho”.

Querían a su victimaria

Cuenta que, pese a ello, la mayoría de los internos sufre el llamado síndrome de Estocolmo: “Hay chicos muy tristes, muy ansiosos por irse, otros muy inquietos porque no se quieren ir; sienten que éste es su hogar; (están) impactados sicológicamente porque llegaron desde muy chicos. Todavía no dimensionan que ya se van; todos sufren el síndrome de Estocolmo, se van llorando”.

No obstante el maltrato que padecían, la mayoría dice que quería a Mamá Rosa: “Ella es su victimaria y la consideran buena. La única demostración de amor que conocían era a palos. Dicen que la quieren, la ubican como alguien que se fijó en ellos, que los cuidó, hay gente que nació aquí. A pesar de todo el maltrato, siguen enganchados a su victimaria”.

Los trabajadores de las distintas instituciones están sorprendidos por la cantidad de cosas acumuladas, una enfermedad que supuestamente padece Mamá Rosa: “Ella acumulaba, como los enfermos esquizofrénicos, cosas nuevas; hay muchos cuartos que no se pueden abrir de tantas cosas acumuladas: cobijas, vajillas, instrumentos musicales, ropa, juguetes, aparatos, cobijas, basura, no ha parado de salir basura”.

Los niños que son entregados a sus padres salen en silencio, sin querer hablar. Todos han pedido llevarse su instrumento. La educación musical es una de las pocas cosas buenas que recibieron.

Cerca de la entrada del albergue, acordonada por la Policía Federal, decenas de madres esperan a sus hijos. Muchas han decidido acampar en las aceras, donde duermen, comen, ríen y lloran.

Todas tienen copia de las actas notariales que firmaron para ceder la guarda y custodia a Mamá Rosa hasta los 18 años. El DIF transifirió a los hijos María Guadalupe Mariscal Moreno : “A mí me dijo que firmara y no sé leer. Sólo me dejó ver a mis dos hijos dos veces en cinco años. Si la miro, la mato. Le tengo mucho coraje, porque me los quitó. Como quiera, la señora en cualquier rato se muere, pero nuestros hijos están todos traumados”.

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