Blanche Petrich
La Jornada
Atitalaquia, Hidalgo. Edwin Alexander Medina Rosales, quien declara ser hondureño y tener 30 años, fue capturado en flagrancia, en Tierra Blanca, Veracruz, el 12 de enero de 2014, junto con otros dos delincuentes, cuando extorsionaba a migrantes centroamericanos en las vías del tren. Diez meses después, el mismo sujeto reaparece –lunes 24 de noviembre– en Hidalgo, libre y en acción, es decir, asaltando a más migrantes, en la misma ruta que siguen los trabajadores que buscan llegar desde la frontera sur al norte por las rutas ferroviarias. Esta vez actuaba junto con el guanajuatense Roberto Sotelo Govea.
Los dos presuntos secuestradores fueron internados ayer en el Cereso de Tula, gracias a que los migrantes que sobrevivieron al asalto insistieron en levantar una denuncia ante el Ministerio Público de Tlaxcoapan, comunidad aledaña, donde se inició la averiguación previa 16/TLAX/973/2014 «por los delitos de robo y lo que resulte».
Pero a pesar de que los migrantes manifestaron desde un principio su determinación de denunciar penalmente a sus agresores –decisión nada fácil, en su condición de indocumentados–, las autoridades locales tardaron 16 horas (desde las 2.30 de la tarde hasta las cuatro de la madrugada) en abrir la averiguación previa. En ningún momento los migrantes, hondureños y guatemaltecos, entre ellos una mujer y dos menores, fueron asistidos por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), aunque se solicitó su intervención a través de Javier Tapia, de la Quinta Visitaduría. Tampoco fueron notificados sus representantes consulares.
El tercer asalto
Era un grupo grande, algunos adolescentes, solamente una mujer. Sus caminos se encontraron en las vías del ferrocarril, en las inmediaciones de Coatzacoalcos. El primer asalto a mano armada de su travesía los dejó sin celulares con un buen susto, pero les hizo verse las caras, identificarse como migrantes en el camino, como víctimas potenciales y compañeros de ruta. El segundo asalto ocurrió en las afueras de Orizaba y los dejó sin un quinto, ya que les esculcaron «hasta sin calcetines», según cuentan. Humillados. Y algunos con gripa, con los vientos helados que los golpearon con furia en el paso nocturno por las Cumbres de Maltrata.
A Lechería, la siguiente estación migratoria, llegaron muy maltrechos. Descansaron en Huehuetoca y continuaron hasta la siguiente parada, Apasco, en Hidalgo. Siguieron hasta Bojay, municipio de Atitalaquia, donde les contaron que podían pedir alimentos en el albergue El Samaritano. Pero encontraron las puertas cerradas porque, según confirma la hermana Rosa Bogado, la región «muy segura no es». Caminaron unos pasos por las vías esperando saltar al próximo tren.
Parte del grupo se había rezagado. Los de adelante escucharon gritos. Dos hombres fornidos amenazaban con sus armas a los 12 que habían quedado atrás. Era el tercer asalto del viaje. Un secuestro, que pudo ser frustrado por una coincidencia fortuita.
Explica el jefe de grupo de la policía municipal, Marcos Jiménez: «Teníamos focos rojos porque venía la Caravana de Madres Centroamericanas. Por eso había operativo y se pudo accionar rápidamente».
Cuando llegó la caravana a Atitalaquia, el albergue que se preparaba para recibir a las madres estaba conmocionado. Una veintena de jóvenes migrantes se apelotonan para contar el incidente que todavía los estremece.
Son 12 los que cayeron en esa emboscada y que fueron rescatados por la Fuerza de Tarea municipal. Esperaron en la alcaldía. Inexplicablemente pasan las horas sin que se organice su traslado a un Ministerio Público. Un policía mira narcocorridos en YouTube en la computadora de la oficina. Los jóvenes esperan a sus cónsules, o quizá a alguien de la CNDH que les ofrezca cobertura o asesoría. En su lugar rondan oficiales del Instituto Nacional de Inmigración.
Uno de ellos, un guatemalteco curtido, relata: “Nos dijeron quédense quietos o se mueren. Apuntándonos a la cabeza nos empujaron y nos internaron en un pastizal donde nos obligaron a arrodillarnos. Querían saber quién de nosotros era el pollero. Dijeron: aquí o pagan o se mueren, nosotros somos Zetas. A unos salvadoreños les encontraron un celular y como mil lempiras. Los amarraron de los pies y dijeron que a ellos los iban a cocinar”.
Luego llegó un tercer sujeto, también armado, y dos vehículos. Entonces irrumpió la policía y los arrestó. «Dios nos quiso salvar la vida, porque uno de los compañeros corrió y pudo avisar a la policía».
Interrogado sobre la frecuencia de hechos como éstos, el comandante Jiménez niega: «Nooooo, aquí es tranquilo». En promedio, dice, pasan por el municipio entre 200 y 300 migrantes diarios. El albergue no tiene cupo para más de 20.
Entre tanto, periodistas locales intentan confirmar el arresto de dos presuntos secuestradores. En las oficinas de la policía ministerial y la policía de investigaciones aseguran que no tienen a nadie. El mismo comandante Jiménez empieza a dudar.
«Viajo sola»
Entre las víctimas hay una jovencita guatemalteca que no para de temblar, con fiebre y el miedo metido en el cuerpo. Lilian (no es su nombre real) relata: «Ya nos iban a matar, estoy segura. Queremos denunciar para que ya no suelten a estos bandidos. Sí estamos bien dispuestos porque en el camino vienen muchos más y les puede pasar lo mismo».
Ella viaja sola. Madre soltera con tres hijos y una madre enferma en su nativo Suchitepéquez. Lleva 15 días de camino. Aún no llega a la mitad. También hay dos adolescentes; el más joven llora. El grupo los cobija.
Finalmente se les traslada a las oficinas del Ministerio Público de Tlaxcoapan. El agente Israel López Ortiz adorna su oficina con varias figuras de San Judas Tadeo de todos los tamaños. Les advierte que no hay ningún secuestrador detenido y que después de levantar su denuncia los migrantes podrían ser entregados al INM para su deportación. «Puede ser, yo no sé». El miedo aumenta. Los jóvenes piden que los lleven de regreso al albergue de Atitalaquia, pero en lugar de eso los llevan, sin avisarles, a Tula, una casa de muros altos y alambradas. Resulta ser la Policía de Investigaciones, donde presuntamente tienen detenidos a sus agresores.
Nadie les brinda un trato como víctimas de delito. El comandante de esa área, Arturo Cruz, presiona para que denuncien «de inmediato», pero no ofrece garantías de no deportación o, peor aún, de que una vez levantada la denuncia los agresores queden libres. O sea que la presa sea entregada a sus cazadores. El recuerdo de Iguala gravita.
De regreso al albergue, los migrantes, tanto los que fueron asaltados como los que no, se encuentran rodeados de todo tipo de policías, incluso de la estatal. El director de seguridad pública municipal insiste: la denuncia debe ser «inmediata», si no, los secuestradores serán liberados.
Casi a la medianoche, agotados, sólo siete aceptan hacer nuevamente el recorrido a Tlaxcoapan y luego a Tula. Les toman declaración a cuatro de ellos. El trámite dura el resto de la noche. Las autoridades del INM se comprometen a otorgar, sólo para esos cuatro, visas humanitarias para que puedan permanecer en México mientras el proceso contra los secuestradores sigue su curso. Los demás quedan a la deriva.
Por lo pronto, dos depredadores de las vías están en un Cereso hidalguense. Falta ver si no, dentro de pronto, salen libres y vuelven a entrar en acción.