Gustavo Castillo García
La Jornada
Tijuana, BC. Muchos se olvidaron por décadas que eran mexicanos. Algunos participaron en la guerra del Golfo Pérsico o en las tropas que persiguieron al líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, o al ex presidente iraquí Saddam Hussein.
Un día el personal de la Patrulla Fronteriza les recordó que eran mexicanos, con residencia legal en Estados Unidos, pero que nunca concluyeron los trámites para obtener la ciudadanía.
Los agentes los sacaron de sus casas con lo que llevaban encima, los esperaron en las carreteras y los bajaron de sus vehículos o los detuvieron en sus trabajos.
Les dijeron que estaban bajo arresto, les pusieron los brazos en la espalda, los esposaron y los llevaron a una prisión por haber cometido un delito.
“No importa cuál, puede ser el que muchos cometimos alguna vez: ingresar ilegalmente a Estados Unidos o presentarnos en un juicio y demandar algo”.
Héctor Barajas dirige en Tijuana un albergue para ex militares de Estados Unidos que fueron deportados por ser mexicanos, como él.
“Me fui de México como muchos otros, buscando mejores condiciones de vida, y durante seis años y medio estuve en uno de los comandos más famosos de paracaidistas en el ejército estadunidense, llamado All American. Me dieron seis medallas. Pero eso no importó, me dieron de baja administrativamente por problemas de alcoholismo y me deportaron a México.
“Dos veces intenté regresar ilegalmente a Estados Unidos, y por eso ya nunca me darán la posibilidad de ser ciudadano. Ahora no tengo ninguna pensión”.
Otro caso
En el albergue se encuentra Mario de la Cruz, un ex integrante de la Armada estadunidense. Tiene ocho hermanos, todos estadunidenses. Sus padres fueron mexicanos que obtuvieron la residencia en aquel país.
En su caso, sus padres decidieron pasar unos días en Tijuana. Su mamá estaba embarazada y creyó que el nacimiento de su noveno hijo sería como el de los otros ocho, en Chino, California. Pero el parto se adelantó y Mario nació en México.
“Estuve más de 12 años en las fuerzas armadas estadunidenses. Me especialicé en infantería”. También fue objeto de reconocimientos por sus acciones. “Pero tuve problemas con un muchacho y me ofrecieron que me acogiera a una ley para evitar que me deportaran, peo fue inútil. Estoy en México, donde nunca había vivido. Ni siquiera sabía hablar español. Para mí, es como llegar a un planeta totalmente diferente.
“Llegué en 2012, traté de sacar mi credencial del IFE (Instituto Federal Electoral), pero me dijeron que como era tiempo de elecciones no podían darme la identificación hasta siete meses después. Para los estadunidenses era mexicano y no puedo entrar a ese país. En México era ilegal porque no tenía ningún documento que acreditara mi nacionalidad”.
El albergue para veteranos y militares deportados es un departamento de unos 40 metros cuadrados, ubicado en Tijuana. No tiene recámaras. El lugar es cono una barraca, tiene cuatro catres con cobijas. También sirven como sillones cuando hay visitas.
En una esquina una tabla y tela, que hacen las veces de clóset donde se guardan varios uniformes militares.
A lo largo y ancho de una pared dibujaron a una mujer que llora y que parece simbolizar a México y Estados Unidos. Alrededor de ésta hay más uniformes y reconocimientos colgados.
Hay varias mesas pequeñas que parecen altares. En ellas están colocadas medallas, documentos y una bandera estadunidense.
A pesar de que el albergue no recibe ayuda de ninguna autoridad, sobrevive con apoyo de organizaciones civiles, y así ofrece alojamiento hasta por un mes, comida, ayuda sicológica y contra las adicciones de los soldados mexicanos deportados.
Cada día, a las instalaciones del Instituto Nacional de Migración (INM) en esa ciudad, conocidas como El Chaparral, llegan decenas de mexicanos que por alguna razón fueron expulsados. Un caso es el de Patricia, originaria de Guadalajara, Jalisco, quien tiene 41 años de edad. Había vivido los pasados 22 años en San Diego, California.
Ella solicitó al gobierno estadunidense que le concedieran una vida humanitaria, ya que su esposo se accidentó en su trabajo y tuvo secuelas que han puesto en riesgo su vida.
Antes de ser deportada pasó ocho meses en prisión, detenida por no obedecer la orden de un juez, que la sentenció a regresar a México de manera voluntaria y esperar que se resolviera su solicitud. No lo hizo. Decidió seguir cuidando a su esposo. Un día, muy temprano, personal de la Patrulla Fronteriza la detuvo en su casa. Aún estaba en pijama. No le permitieron ni siquiera tomar dinero.
Patricia pasó ocho meses en prisión. Hace apenas unos días fue deportada a México por personal de Seguridad Interna de Estados Unidos. Antes de ser entregada a autoridades mexicanas traía los tenis sin agujetas y las manos atadas con cintillos de plástico que hacen la función de esposas, y la misma pijama rosa con la que la habían sacado de su casa.
Ahora podría pedir ayuda a sus hijos, pues no tiene más familia. En Estados Unidos le dijeron que debía presentar a través de un abogado copias de sus actas de nacimiento y matrimonio, para que analicen si a su esposo le otorgan una visa humanitaria. Ella teme que nunca la dejen regresar legalmente a territorio estadunidense.