Enfrentan veracruzanos en Ciudad Juárez, «juarochos», violencia y pobreza

Rodrigo Soberanes
La Jornada

La imagen de un niño veracruzano, un “jarochito” fallecido hace años, está pintada con grafiti en una desolada calle de la colonia Riveras del Bravo de Ciudad Juárez frente a una fila de casas abandonadas y a menos de un kilómetro de la frontera con Estados Unidos.

“Estamos aquí enfrente de la frontera viendo cómo cruza la gente y cómo los regresan. A mucha gente aquí le hemos echado la mano. Todos andamos quebrados”, dice Tomás Amaya Flores, originario de Manlio Fabio Altamirano con 11 años viviendo en Ciudad Juárez, Chihuahua.

Está en la octava etapa de la colonia Riveras del Bravo, una zona habitacional construida por el Infonavit en la orilla del río que divide México y Estados Unidos donde estudios calculan que llegaron a habitar hasta 40 mil personas, la gran mayoría originarias de Veracruz.

Son los llamados juarochos.

Esa colonia se comenzó a construir en la década de los 90 con el auge de la industria maquiladora, y actualmente tiene ya nueve etapas y se le conoce en Ciudad Juárez como Riveracruz.

El investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), Luis Alfonso Aguirre Quiñonez, hizo su tesis de doctorado en Ciencias Sociales sobre los veracruzanos en Ciudad Juárez y centró su trabajo de campo ahí, es ese conglomerado de casas de interés social derruidas con una sola recámara donde se acomodan hasta dos familias completas.

Es un lugar donde se ven a simple vista las consecuencias de la ola de violencia –y de desempleo como consecuencia- suscitada en esa ciudad de la frontera norte de México entre 2008 y 2011 con el abandono de cerca del 40 por ciento de las casas que fueron adquiridas con créditos Infonavit.

La mayoría de esos créditos fueron logrados por veracruzanos, cuyo nivel escolar no supera la primaria, que trabajaron miles de horas encerrados en las maquilas para haces por lo menos dos años de antigüedad, explica la demógrafa María del Socorro Velázquez Vargas, coordinadora del Programa de Sociología en la UACJ.

Y las casas vacías son, en su mayoría, de los veracruzanos que creyeron en el programa de “repatriación” impulsado por el ex gobernador Fidel Herrera Beltrán durante 2010 y que ahora comienzan a regresar porque no encontraron el empleo que el gobierno estatal de Veracruz les ofreció.

Fue, además, el año en que se recrudeció la violencia en Veracruz.

“¡Y vaya recepción tan mala!”, dice la especialista en entrevista con este diario, y dice que un estudio realizado bajo su supervisión en Veracruz y con veracruzanos que retornaron bajo el programa de Fidel Herrera reveló que la mayoría no consiguió trabajo ni vivienda.

Ahora se sabe que muchos se están regresando pero no se tiene un instrumento para saber dónde están. Intuyen, por informaciones aisladas, que volvieron a dejar sus comunidades y buscaron ciudades grandes no tan lejanas como Ciudad Juárez donde se refugiaron de la miseria que hay en Veracruz.

“Mucha gente se alborotó, mucha gente dejó su casa, su trabajo, todo. Y les fue mal porque al año o dos años se vinieron. Mucha gente vendió todo mal vendido para venir de regreso y encontrar su casa destruida. Estuvo muy mal lo que hizo Fidel, la verdad. No lo hubiera hecho”, dice Tomás Amaya.

Él tiene solo estudios de primaria y lleva 10 años trabajando en las maquilas de Ciudad Juárez. Ahí conoció a su esposa, que es originaria de Juan Rodríguez Clara, y ya tienen dos hijas.

Trabajan en lo mismo y se coordinan para que cuando uno salga de su turno, el otro le entregue a las niñas y entre a trabajar. Casi no se ven; cuando les va bien, ganan 800 pesos a la semana cada uno y eso les alcanza para hacer “una despensa completa”, un lujo que –asegura- no se pueden dar en Veracruz.

Desde «Riveracruz» nacen historias de crímenes, de “picaderos” (centros de consumo de droga), de familias hacinadas , de depravaciones y de muertes de niños como el del mural pintado en grafiti que junto tiene la leyenda: “estamos a nada de hacerlo todo”.

Dicen los oriundos de Ciudad Juárez que a Riveras del Bravo no hay que ir de noche, que es peligroso.

Cae el atardecer variopinto en el desierto de Chihuahua y se oscurecen las casuchas que guardan la bulla veracruzana.

Se dejan de ver los escudos de los Tiburones Rojos, queda solo la silueta de una palapa construida muy a la fuerza dentro de un jardincito dominuto, se apagan las luces sobre los corrales armados con madera de desperdicio y ya no se ven las parcelas con hierbas marchitas para sazonar comida que no aguantaron el calor desértico.

Al día siguiente, en unas horas, un «cardumen» de veracruzanos saldrá con su griterío desde tempranito para subirse a los camiones especiales que los llevan a trabajar.

“Aquí un jarocho no se deja. Nos tienen de que somos canijos. Por las buenas somos buenos pero por las malas somos canijos, no dejamos que nos humillen, ellos serán de Juárez pero nosotros somos veracruzanos”, exclama Tomás con su acento natal intacto.

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