Arsinoé Orihuela Ochoa
La Jornada
El Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos ¿Que estas modificaciones no solucionan nada? Entonces la dolencia social es una imperfección natural, independiente del hombre… o la voluntad de la gente privada se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración…”.
“La contradicción entre el carácter y la buena voluntad de la administración por una parte y sus medios y capacidad por la otra no puede ser superada por el Estado, sin que éste se supere a sí mismo ya que se basa en esta contradicción. El Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. Por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienza la vida burguesa y su trabajo. Más aún, frente a las consecuencias que brotan de la naturaleza antisocial de esta vida burguesa, de esta propiedad privada, de este comercio, de esta industria, de este mutuo saqueo de los diversos sectores burgueses, la impotencia es la ley natural de la administración. Y es que este desgarramiento, esta vileza, este esclavismo de la sociedad burguesa es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno”.
El Estado mexicano insistentemente ha tratado de fincar la responsabilidad de los hechos en Iguala a los cárteles de la droga, a grupos criminales particulares que operan en la región. Es decir –siguiendo a Marx– reconoce la “existencia de abusos sociales, [pero] los busca… en la vida privada, independiente de él”. Y es natural, pues “el Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos”. Por eso las autoridades públicas anuncian pomposamente búsquedas, operativos y pesquisas intrascendentes, tercamente omitiendo su corresponsabilidad en la trama. La “dolencia social”, que en este caso se trata de la criminalidad o la delincuencia organizada, presuntamente no es un asunto que involucra al Estado. La narrativa oficial argüiría que “la voluntad de la gente privada –los cárteles o células delincuenciales– se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración”. Pero este relato ignora deliberadamente que “el Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. [Y que] por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienza la vida burguesa…”.
En el marco de un narcoestado, la ecuación es más o menos la misma: allí donde comienza la vida de la empresa criminal, acaba el poder del Estado. Esta vileza, señala Marx, “es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno”.
En este sentido, el Estado es el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales, suministrando, con base en las políticas que impulsa, la trama legal e institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad e ilegalidad. Fue el Estado.