«Así lo quiso Dios», dirán los repugnantes mogijatos de poca vergüenza y mucha doble moral, que se oponen al aborto por violación, la educación sexual y el uso de anticonceptivos…
Por Ana Lilia Pérez
(Newsweek)
EN UNA CAMA del hospital de Zoquiapan, en Guadalajara, el 27 de enero de 2013 la niña Dafne, de nueve años de edad, dio a luz a una bebé de 2.7 kilogramos. Tenía solo ocho años con tres meses cuando resultó embarazada.
Alicia es otra niña de Oaxaca que aún no cumplía los 14 cuando había dado a luz a un hijo, producto también de una violación.
Citlali es la niña indígena huichol de 13 años que en Sonora, en mayo pasado, fue abusada sexualmente por un compañero de trabajo de su padre quien, con apoyo de su familia, denunció al agresor y solicitó un aborto en el hospital público. Le fue negado.
Este caso reavivó la discusión sobre el tema del aborto en México: un juez reclasificó su caso como estupro, delito que consiste en tener una relación sexual con menores de edad sin violencia. Con tal argumento, al no considerarlo una violación, las autoridades le negaron el aborto, un derecho estipulado en la Norma Mexicana 406 que permite a mujeres y niñas en condición de víctimas interrumpir su embarazo.
Su situación recuerda a la de Paulina, la niña que a sus 13 años de edad fue abusada sexualmente en Baja California, en 1999. A ella también se le negó el derecho a recurrir a un aborto legal. Se trató de un caso emblemático en más de un sentido, que llegó a instancias internacionales para generar una amplia discusión pública en derechos humanos, acceso a la justicia e ineficacia del Estado mexicano en la protección de sus menores de edad.
Pero la realidad de Dafne, Citlali, Alicia y Paulina es cada vez más común en México.
Víctimas de abuso sexual, engaños, estupro o desconocimiento sobre salud sexual y reproductiva, la incidencia de embarazo en niñas y adolescentes va en aumento.
Datos oficiales de la Secretaría de Salud del gobierno federal indican que cada año nacen en México más de 10 000 bebés de “niñas madres”, cuyas edades oscilan de los 10 y los 14 años; es decir, en promedio cada día unas 30 niñas dan a luz.
Save the Children estima un promedio de 500 000 embarazos anuales de mujeres que entre los 10 y 19 años de edad se convierten en madres, “lo que representa un relevante problema de salud pública, ya que las adolescentes tienen dos veces más probabilidades de morir por complicaciones en el embarazo o el parto que las mujeres adultas, además de las consecuencias que estos embarazos generalmente traen en las oportunidades de vida de las adolescentes”. Es lo que dice la organización en su estudio Las y los adolescentes que México ha olvidado. Una aproximación integral a la salud sexual y reproductiva de las y los adolescentes, difundido este 2016.
Como problema de salud pública y epidemia social, se ha definido la situación que el país vive ante la alta incidencia de embarazos de niñas y adolescentes.
México encabeza la lista de los integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) con el mayor número de embarazos en menores de edad, y es también uno de los de mayor incidencia en el orden global.
De ese sector poblacional, de por sí vulnerable, las menores en situación de calle son el eslabón más ignorado.
ABANDONO EN LAS CALLES
Sofía Almazán, directora para México de Casa Alianza, la organización que desde hace más de dos décadas trabaja con niños y adolescentes en situación de calle, dice que el escenario de estas menores embarazadas es “cada vez más complicado”, ante el incremento de niñas en las calles.
“En 2007 por primera vez comenzamos a ver más niñas en situación de calle, y ese número había bajado, pero ahora hay cada vez más en esas condiciones, y eso significa muchas cosas, y eso también implica que en la calle se vuelven un objeto sexual, se convierten en las parejas del líder de los grupos o la pareja de todos. Tienen mucha actividad sexual sin conocimiento ni control y resultan embarazadas. El problema no es solo el embarazo, sino las graves infecciones sexuales”.
Algunas menores de edad en situación de calle que quedan embarazadas —a veces desde su primer menstruación—, sumidas entre el miedo y la ignorancia, recurren a rudimentarios abortos que se practican ellas mismas o sus compañeras de calle, introduciéndose ganchos de alambre, varillas, agujas de tejer y otros materiales en la vagina con los que se practican una especie de legrado que, invariablemente les genera infecciones que pueden conducirlas a la muerte; otras deciden seguir adelante con su embarazo.
Hace más de diez años que Casa Alianza trabaja con un programa especial para menores de edad en situación de calle embarazadas y que deciden tener a sus hijos. Sofía Almazán explica que aun cuando las menores saben las implicaciones de un hijo en sus condiciones, no solo de vida en calle, sino de consumo de drogas, “algunas sienten que es lo único que han tenido en la vida, lo único que les pertenece”.
Tal fue la historia de Lucía, una menor que al momento de dar a luz a su hija creyó que “por fin tenía algo mío”, y el nacimiento la motivó a intentar dejar las drogas y la vida en las calles, pero su adicción era más fuerte, recayó en el consumo de narcóticos y, a partir de entonces, en las calles ya no era solo ella, sino la hija que llevó a su mundo.
Casos como el de Lucía son un reto diario para quienes trabajan en los refugios de Casa Alianza, cuyos “huéspedes” son los menores de edad olvidados de todos, las víctimas del abandono social, los olvidados de padres o tutores, familia extendida, maestros, Estado y otros actores sociales que interactúan con ellos y que son directa e indirectamente responsables de su desarrollo pleno e integral.
“Nosotros atendemos a quienes les falló todo porque ya no tienen lazos familiares, ya no tienen a nadie cerca. Cuando trabajamos con un niño o una niña es porque ya no tiene cuidados parentales, hago todo este preámbulo para que se entienda el tipo de población a la que atendemos. Cuando llegan con nosotros ya llegan con esas lastimaduras impresionantes que son esa secuela del abandono y el consumo de sustancias, y el embarazo a edades tan tempranas es otro reflejo del abandono social”, explica Almazán.
“El término abandono social a muchos no les gusta, pero esa es la realidad, y es un tema que nos abarca a todos, no solo a los papás, sino a todo el sistema que les falló. Las niñas se sienten en esa vulnerabilidad y comienzan relaciones mal fundamentadas, son abandonos que se juntan con otros abandonos y se dan los embarazos. Las niñas se ven solas, evidentemente, muchas veces ni saben quién es el papá o a veces sí lo saben, pero el papá no se va a hacer cargo porque está igual de abandonado que ellas”, agrega.
Están, también, las menores abusadas sexualmente por sus compañeros de calle o familiares, quienes además de las complicaciones propias de un embarazo a su tierna edad, enfrentan secuelas físicas y psicológicas de la violencia padecida. Casa Alianza ha recibido niñas de diez años de edad embarazadas.
“Resulta muy violento observar a una niña de diez años de edad embarazada, y esa niña quería quedarse con su bebé, aunque había la posibilidad de que su abuela se la llevara, pero ella no quiso, y se fue a la calle con su bebé. Esto nos lleva a revisar el tema desde un ámbito mucho más amplio de seguridad, donde las medidas que se deben tomar son estructurales, para generar y entender cómo cuidar mejor a nuestros niños y adolescentes.
“Estos niños están invisibles, no se conoce de ellos, y esos niños hacen su grupo, su red, y allí surgen muchos papás y mamás y muchas relaciones destructivas, nacen muchos bebés que no están ni siquiera en el radar, no sabemos qué pasa con ellos, a veces son los que andan rentando en las esquinas para hacer mendicidad, son víctimas de trata, esos niños recién nacidos ni siquiera están contabilizados y nadie vela por sus derechos”, detalla.
La directora de Casa Alianza alerta que en las calles hay muchos bebés de los que no se sabe su destino y de quienes las autoridades no tienen registro.
“Nosotros trabajamos en calle y apenas podemos ir recogiendo algunos casos, pero no hay cifras totales. Luego detectamos nacimientos y después ya no vemos al bebé, y el relato de la mamá es que algún familiar se lo llevó, y luego te enteras de que no es cierto, que a veces son esos bebés que andan de brazo en brazo y que son rentados para mendicidad. O a veces simplemente desaparecen, o las madres, en su adicción, ni siquiera saben dónde quedó. Hay muchos bebés que nunca fueron visibles.
“Ninguno de esos niños puede sobrevivir en la calle más de tres años, son víctimas de maltrato, quemaduras de cigarros, adicciones a las drogas o intoxicados con las que se consumen a su alrededor”.
EL LUGAR DE LAS MADRES MENORES
La vida en el Hogar Quetzal comienza a las cinco de la mañana. Las chicas arreglan su cama, se duchan, y a las siete en punto se reúnen en el comedor que yace en la planta baja de la vivienda. Después del desayuno, sentadas frente a la misma mesa, cada una formula su propósito del día: tomar un curso de computación, las clases de secretariado, no probar drogas, no faltar al respeto a nadie, o incluso las tácticas para su partido de fútbol, porque están en víspera del torneo anual que disputan con niños de otros refugios.
El piso de la casa reluce, los muebles pulcros y ordenados, son ellas mismas quienes se encargan de su limpieza, es su espacio y tratan de mantenerlo libre de polvo, con el mismo afán como intentan mantenerse “limpias” de drogas.
En las distintas etapas del programa Quetzal (Quetzal I, II y III) se prepara a las menores de edad para dejar las drogas, la vida en las calles y llevar una vida independiente y responsable, para quienes están embarazadas en su etapa de maternidad. Aunque no es imposible, las historias de éxito todavía se cuentan con las manos.
Una es la de Judith quien, tras tener a su hijo, en definitiva dejó la vida en las calles, se capacitó en hotelería, y actualmente es cocinera en una importante cadena hotelera de la Ciudad de México.
Hay otras chicas cuyo futuro aún no es claro, como Cintia, quien víctima de abusos de su familia se echó a las calles, luego buscó apoyo de Casa Alianza. Intentaba volver con su familia, bajo custodia de su abuela, pero durante una visita a esta, su tío abusó sexualmente de ella y resultó embarazada. Cintia lo denunció penalmente, en un proceso judicial que lo llevó a la cárcel, pero la familia se puso en su contra, la abuela le recriminaba que hubiera denunciado a su hijo. De manera que, en la actualidad, con un bebé recién nacido, vive aún en uno de los refugios de Casa Alianza.
RUBÍ ES VIOLENTADA
En la estancia, al fondo de la sala, de la televisión encendida se escucha el pegajoso reguetón en los videos que transmite MTV. Los ritmos se acompasan a tono con los rostros de cantantes y actores de moda recortados de revistas que decoran las paredes. Es como la gran habitación de una adolescente, con todo y los muñecos de peluche de distintas formas y tamaños que atiborran un juguetero de madera que se encuadra en una esquina de las paredes.
Es la misma estancia donde en febrero de 2012 entrevisté a Rubí. Yacía sentada sobre el sofá, con los brazos ligeramente cruzados sobre el vientre que se le abultaba debajo de la holgada y ligera blusa. Entonces tenía cinco meses de embarazo, que descubrió después de padecer frecuentes dolores de estómago y suponer que era gastritis. Aún no tenía los 15 y ya su vida era un viacrucis.
Nació en Jalapa, Veracruz, en el seno de un hogar de donde huyó por el severo maltrato físico y verbal de su madre. Buscó refugio con su abuela en la Ciudad de México, que resultó una sucursal de golpes y maltrato, así que un día se echó a la calle. No tendría un techo bajo el cual resguardarse, pero al menos allí nadie la golpearía, o al menos eso pensaba.
A sus diez años de edad se convirtió en inquilina de las calles de La Lagunilla, uno de los barrios más violentos de la capital mexicana. Una noche en que dormía en una calle aledaña al Teatro Blanquita fue abusada sexualmente. La denuncia contra su agresor la condujo a la Agencia 59 del Ministerio Público, Especializada para la Atención de Menores, de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, de allí la canalizaron a Casa Alianza mientras se desarrollaba el juicio porque Rubí estaba traumatizada por el ataque.
A partir de entonces llevaba la cuenta precisa de los días y las horas que faltaban para presentarse ante el juzgado y testificar contra su agresor. Inconsciente, como manera de autodefensa —según la evaluación de su psicóloga—, entraba en depresiones traducidas en instintos suicidas.
Cuando conocí a Rubí habían transcurrido más de tres años de que fue violada, y aún padecía miedo y sobresaltos. Pero hubo más consecuencias: se hizo adicta a la droga. Ocasionalmente se refugiaba en Casa Alianza, pero salía cuando su ansiedad por drogarse la dominaba. De un adolescente, también en situación de calle, adicto igual que ella, quedó embarazada, y cuando el médico le confirmó el estado de gravidez, pidió que se le integrara en el programa de menores madre.
Aunque entonces no sabía por completo las nuevas vicisitudes de la responsabilidad de hacerse cargo de un hijo, se decía decidida a “ser más asertiva en la vida”.
—¿Qué le ofrecerás a tu hijo?
—Lo que yo no tuve —respondió sin dudar—. Mucho amor, y una relación que se fomente en el respeto y la comunicación. Aprenderé a escuchar a mi hijo cuando tenga algo que decirme, le hablaré de lo malo que son las drogas porque yo lo conozco bien. Y nunca le diré malas palabras ofensivas, para que sienta que tiene una familia, lo que yo nunca tuve.
Como si pensara en voz alta, Rubí pronunciaba fluidamente palabras certeras, ideas claras, demasiado maduras para alguien de su edad. Habló de sus planes de vida, verbalmente se construyó un futuro. Estaba resuelta a estudiar computación y trabajar para darle a su hijo una buena vida.
Cuando hubo acabado de planear su final feliz, en firmes y presurosos pasos subió las escaleras para guiarme a su habitación: en la estancia, una de las cuatro camas le pertenecía. Sobre esta yacía una bolsa de tela estampada con un oso de felpa. Rubí sacó la diminuta ropa obsequiada: una cobija blanca adornada con listón, y un dálmata de plástico inflable que acariciaba con sus mejillas. Aferrada al primer juguete del hijo por nacer, la mirada de Rubí se perdió a través del cristal de la ventana, mientras de nuevo en voz alta recordaba los días de adicciones a los que no quería regresar.
“Desde hace varios meses mi propósito de cada día es no drogarme, y cuando cada día acaba y no he probado droga me siento satisfecha, aunque todavía no logro superar por completo mi adicción. Consumí de todo: pastillas, activo, mona, cocaína. En la calle se consigue de todo, pero el día en que no se tiene para comprar, es una angustia que sientes que te mueres. Cuando yo veía que ya no tenía droga, la grapa, la mamila de activo, me entraba la angustia y decía: se me está acabando, ¡ya casi no tengo!, ¡si me la acabo en la noche para mañana no voy a tener! Y lo que más disfrutaba era esos momentos en que tenía droga, me sentía en las nubes, te olvidas de todo.
“No es fácil dejar la droga —continúa Rubí—. Las ansias no me dejan, se me olvidan los nombres, los rostros, no reconozco a la gente, la nariz me duele por tanta cocaína que consumí. De pronto me altero, me pongo agresiva sin motivo alguno, y solo quiero echarme a correr”.
Los años han transcurrido. Es 2016, de vuelta a Casa Alianza, Sofía Almazán me dice que Rubí salió adelante, logró incluso un trabajo estable, y hasta ahora no ha vuelto a las calles. Sin embargo, otras de sus compañeras no tuvieron la misma fortaleza.
ESTELA DE VIDAS DESGARRADAS
Aquel 2012 hablé también con Marisol, llevada a las calles, como muchas menores, por el maltrato familiar.
“Yo no supe de juegos, de amor de padres, de vida en familia. Fuimos ocho hermanos y los ocho vivimos en la calle. Mis papás se separaron porque mi papá consumía drogas y golpeaba a mi mamá. Ella nos llevó con su familia a Tlaxcala, pero un día en venganza mi papá fue por nosotros y nos trajo a vivir al Distrito Federal.
“A los seis años de edad empecé a probar las drogas, mi papá compraba litros de thiner y cemento del que usan para pegar zapatos. Yo lo veía drogarse y empecé por imitarlo. Luego siempre nos drogábamos juntos. La primera vez que mi papá me violó yo todavía no cumplía seis años de edad. Y me siguió violando durante meses, hasta que yo, cansada de que me lastimara tanto, decidí dejarlo.
“Recuerdo perfectamente esa madrugada; me dijo que lo acompañara por una lata de activo; cuando la compró, todavía no salíamos de la tlapalería cuando ya estaba drogándose. Caminamos varias calles hasta que lo paró una patrulla, yo me escondí detrás de un árbol. Si quería dejarlo, esa era mi oportunidad. Lo subieron a la patrulla, lo vi alejarse, y mientras el carro se alejaba, él en ningún momento me buscó siquiera con la mirada. ¡Ni cuenta se dio de que yo ya no estaba con él!…”.
Marisol hizo una ligera pausa en su relato, con amargura y reproche continuó narrando los infortunios de su vida:
“Unas muchachas me llevaron a una delegación. Me mandaron por primera vez a Casa Alianza. Al poco tiempo me salí con un grupo de calle, con ellas me seguí drogando, y antes de los siete años llegaba a un hospital con mi primera sobredosis. Me gustó el vicio y me clavé, consumí de todo, absolutamente, hasta hace dos años.
“Estuve en anexos (albergues de autoayuda para adictos) y me sometí a muchos tratamientos, pero no podía dejar las drogas; solo hasta que por segunda vez fui mamá y tenía la amenaza de que si seguía en la calle y en el vicio me quitarían a mis hijas.
“Del padre de Johana, mi primera hija, puedo decir que yo era muy chica cuando me llevó a vivir con su familia a la colonia Santa Marta Acatitla. Él tenía 20 años y yo once. Me agredía, me golpeaba tanto que decidí dejarlo, pero cuando me fui a la calle ya estaba embarazada. Acababa de cumplir los doce años cuando ya era mamá.
“Viví con mi hija en la calle y cuando la tenía en brazos me drogaba. Solo en mis momentos de lucidez pensaba en ella, pero la adicción era más fuerte que mi voluntad.
“Cuando cumplí trece años mi mamá se llevó a mi hija, un día llegué a buscarla, aunque iba hasta arriba (drogada), contra la decisión de mi mamá me traje a la niña. Un año después otra vez ya era mamá.
“Cuando nació Beatriz me dio miedo que me quitaran a mis hijas y así, sin más, dejé la droga. A mí me gustaría que mi mamá viniera a verme, que sepa que ya no me drogo, que la psicóloga le explique lo difícil que es dejarlo y que yo lo hice porque quiero ser una buena madre”.
Marisol cortó el relato cuando la pequeña Johana le alertó que se hacía tarde. La entrevista se extendió más de lo previsto. Marisol se disculpó, eran las nueve de la mañana y estaba retrasada; aún debía asear su habitación, preparar la pañalera para las hijas, bañarlas, llevarlas a la guardería e ir a trabajar, así que apuró el paso para terminar sus labores matutinas.
Entre la sobredosis y la violencia, de su joven existencia solo conoció golpes y maltrato. Su vida era todo al extremo. Pero entonces se mostraba serena, sus obligaciones le ocupaban los días. En su habitación las escasas pertenencias estaban limpias y ordenadas. Ropa y juguetes los había comprado ella misma con su primer empleo formal como ayudante de cocina en un restaurante japonés. Y planeaba ahorrar un modesto capital para alquilar una vivienda para ella y sus hijas. Estaba entusiasmada en su etapa de preparación a la “vida independiente”.
El hogar tiene una amplia cocina donde las propias chicas preparan los alimentos de sus hijos, un enorme comedor y la sala de televisión, y al fondo están los dormitorios. Está diseñado para 16 mamás con sus respectivos hijos. El mobiliario de cada estancia está integrado por una cama, la cuna y un pequeño tocador. Aunque los muebles y su disposición son exactamente iguales en todos los dormitorios, cada una le imprime su sello personal: juguetes de plástico y peluche, carpetas bordadas y, sobre las blanquísimas paredes, figuras infantiles de fomi y pósteres de flores.
Cada joven madre es responsable del aseo de su estancia y del cuidado de su hijo, con la asistencia del personal del centro. Algunas chicas incluso reciben la visita de familiares, previa verificación de la fundación sobre la relación de cada menor con su familia, es decir, si existe o no antecedentes de violencia.
En la planta baja del hogar una hilera de dormitorios individuales son exclusivos para las chicas que están en la última etapa del programa, cuando ya comienzan a trabajar y se preparan para su vida independiente.
Sin embargo, la labor de quienes trabajan en Casa Alianza no acaba cuando las jóvenes madres dejan sus refugios. Se hace el seguimiento de su vida independiente, para volver a apoyarlas en caso de que lo requieran, específicamente para vigilar una recaída en el consumo de drogas.
Marisol es uno de esos casos. Recayó en las drogas y volvió a su vida en las calles. Está ya severamente afectada con irreversibles daños neurológicos. Es madre ya de seis hijos, el menor es un bebé de brazos. A veces recuerda que tiene más hijas y habla de querer encontrarlas.
ESTADO INCOMPETENTE
Araceli Pérez, doctora en ciencias políticas y sociales por la UNAM, especialista en temas de adolescencia y diplomada en protección internacional de niños, niñas y adolescentes por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, dice que la situación de los embarazos de menores de edad “es un síndrome que muestra un Estado incompetente, en el mejor de los casos, y omiso y hasta precursor del fenómeno, en otros”.
La investigadora, ponente del VI Congreso Mundial por los Derechos de la Infancia y la Adolescencia (noviembre de 2014), explica que “esta situación que se relaciona directamente con factores de exclusión social —que en sentido general engloba ambientes de pobreza, desatención parental, violencia parental o familiar, ambiente exógeno violento y, sobre todo, omisión del Estado— es una muestra de lo que se puede considerar como violencia estructural de Estado, pues este fenómeno, que no es reciente, es el producto de violencias patriarcales, exclusiones sociales añejas, corrupción en el manejo de recursos destinados a programas sociales para este sector y una serie de factores sistemáticos y sistémicos”.
“El Estado mexicano, que en estricto sentido es el protector de los derechos de las personas menores de edad, ha incentivado por acción y por omisión, en sus distintos planos de la administración pública, un ambiente que vulnera los derechos de las personas menores de edad”, agrega.
“Este fenómeno ni ha merecido un censo oficial y, en consecuencia, tampoco la atención integral como debería. En este sentido, la existencia de niñas y adolescentes madres que viven en la calle o de la calle exhibe a un Estado que incumple con el interés superior de la niñez (plasmado en el artículo 4 de la Constitución y en el artículo 3 de la Convención sobre los derechos del niño), que en esencia refiere la obligación del Estado de proveer, a los menores de edad, de condiciones ambientales, culturales, económicas y sociales para su óptimo desarrollo. Asuntos como este harían al Estado mexicano ser sujeto de escrutinio en cortes internacionales”, concluye.