Perseguidos por la «modernidad», la discriminación y el racismo, la etnia kumiai de Baja California se extingue

Roberto Armocida
La Jornada (Imagen de archivo)

Tijuana, B.C. Está desapareciendo el pueblo kumiai, la etnia de Aurora Meza, una mujer de 53 años presa por abigeato en el penal de La Mesa, en Tijuana.

Los kumiai viven en pocas zonas de Baja California, principalmente en reservas entre San José de la Zorra, rumbo a Ensenada, y en Juntas de Neji y Peña Blanca, entre Tecate y El Hongo. Son unos centenares, en su mayoría ya absorbidos por la modernización. Un puñado, alrededor de 15, habla el antiguo idioma kumiai.

Norma Meza es kumiai y hermana de Aurora, a quien un ganadero acusó de robo de cinco caballos y fue detenida en diciembre pasado en Tecate y trasladada a La Mesa.

Su vida transcurre entre su casa en el Valle de las Palmas -con su esposo, cuatro hijos y sus nietos- y su rancho en la reserva en La Cenega, cerca de la gran roca Neji.

Fernando, uno de sus hijos, toma sus guajes e inicia un canto inspirado en los tiempos que ya han pasado. Norma se sienta en un viejo sofá y escucha atenta. Ella trata de transmitir las tradiciones y la lengua a sus familiares -como su hermana Aurora que traduce cuentos kumiai para la Universidad de California-San Diego-, pero no todos quieren aprender, reconoce.

“Nuestra reserva, esta tierra, es lo único que tenemos. Ya somos muy pocos los que hablamos el antiguo kumiai. ¿Qué quedará de nuestra cultura dentro de unos años?”, añade Norma.

Un largo camino desde la carretera a Ensenada y el Valle lleva a La Cenega, unos 20 kilómetros de terracería, en un panorama majestuoso y el profundo silencio de estos espacios.

“Vivimos en estas tierras desde siempre y aquí queremos seguir. Aquí están nuestros ancestros, mis padres, mis tíos, unos hermanos. Atrás de aquel cerro nací y allí están sepultados muchos de mis familiares”, comenta Norma.

Sin embargo, el gran pueblo del encino está desapareciendo. “Cada mes vienen de San Diego unos investigadores. Grabamos el antiguo idioma kumiai y tratamos de unificar su forma de escribirlo con el alfabeto latino, porque al morirnos nosotros ya nadie lo seguirá hablando y escribiendo”, explica la mujer indígena.

Al atardecer la temperatura empieza a bajar.

La familia de Norma Meza se reúne en la casa de adobe de La Cenega, la vieja estufa de leña de la cocina, además de brindar calor, sirve para cocinar tortillas y frijoles y calentar el agua para el café. Noemí, nieta de Norma, ama vivir aquí, cocinar y preparar tortillas, pero a diferencia de su hermana Araceli, no quiere hablar kumiai y no baila con los antiguos cantos tradicionales.

No hay electricidad en su casa. Para alumbrar, Abel conecta una bombilla a la batería de su camioneta, justo el tiempo necesario para cenar, y después la familia vuelve a prender velas.

Gracias a un pequeño panel solar, el hijo mayor de Norma, Esteban, logra cargar las baterías de un aparato de video y los más pequeños se reúnen frente a la pantalla a ver una película mientras se calientan los frijoles.

“Mañana iremos al cañón del Alamo a buscar leña para la estufa”, dice Norma, mientras con extrema habilidad estira y calienta las tortillas de harina blanca sobre el comal: “Allí verás a nuestra montaña sagrada Wiy-ipa y a los antiguos encinos”.

Desde siempre ese bondadoso y sagrado árbol, el encino, ha sido la misma vida para los kumiai. Sus bellotas sirven para producir harina y nutrirse, las comunidades de esta etnia aún utilizan su generosa leña para dar calor y cocinar.

Norma es el alma y la memoria de su pueblo kumiai. “Trato que nuestra identidad no se desaparezca tan rápido; proteger estas tierras, nuestras herencia milenaria, es mi principal deseo”, afirma.

Aunque es una reserva federal, esta tierra sufre constantes invasiones, y los lentos procesos jurídicos y la poca atención de las autoridades no ayudan en la atención de las quejas y a dar una respuesta adecuada a las denuncias de los kumiai, indica Norma.

“El mal nunca se ha ido de la tierra de los hombres”, cuenta Norma, sentada cerca de la estufa, mientras el resto de la familia ya se prepara a descansar en los otros dos cuartos que forman la casa de adobe.

“Al inicio de los tiempos existían dos hermanos gigantes, vivían bajo el mar. El mayor, el malo, convenció al menor para que subiera a la superficie para crear el mundo, pero la sal le quemó los ojos y se quedó ciego. El hermano menor, que tenía un animo bueno, se vio así obligado a seguir las indicaciones de su hermano mas grande, que en cambio no deseaba crear nada bueno y era tramposo”, relata Norma, evocando una creencia ancestral de los kumiai.

“Entre los dos fueron formando el mundo. Y mientras el hermano mayor creaba lo malo, como la serpiente o la oscuridad, el menor creó al sol, las liebres y los encinos”, continuó.

“A la hora de morir solamente el gigante menor subió al cielo, mientras del hermano mayor ya no se supo nada. Él aún no ha muerto y está en la tierra”, termina.

Norma se levanta, apaga las velas.

Fuente: La Jornada

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