Pedro Salmerón Sanginés
La Jornada
Desde 1946 hasta 2014, la violencia del régimen priísta le ha pegado a todos cuantos protestan y se ha repartido entre todos los sectores populares: obreros, maestros, precaristas y colonos pobres, estudiantes y clases medias fueron reprimidos cada vez que alzaron la voz. Pero sin duda, fueron los pobres del campo y los indígenas quienes resintieron y resienten con mayor crudeza la violencia del Estado.
Las condiciones de miseria y desigualdad propias del régimen priísta, se acentúan en el campo mexicano, lo que ha empujado a los campesinos a la protesta desesperada. Más de una vez, la violencia de una respuesta despiadada ha empujado a los campesinos disidentes a la rebelión armada. En efecto: vencida la revolución campesina encabezada por Zapata y Villa, convertida su demanda agraria en demagogia gubernamental; detenida, deformada y traicionada la reforma agraria cardenista, el régimen neoporfirista del PRI, nacido en 1946 (el adjetivo neoporfirista y la fecha de su arranque son aportes del mayor intelectual crítico de la época, don Daniel Cosío Villegas), abandonó el ejido colectivo y alentó la reconcentración de la tierra en pocas manos para crear el latifundio disfrazado, al mismo tiempo que destruía la autonomía y la democracia de los sindicatos e instauraba un régimen increíblemente corrupto al servicio de los poderosos.
El resultado fue que en 1970 el ejido colectivo había quebrado en casi todos lados, tras décadas de abandono y sabotaje, y que más de 600 mil campesinos eran propietarios o poseedores de predios menores de cinco hectáreas (1.3 hectáreas por cabeza en promedio), lo que significa que la mayoría vivía en la miseria y tenían sus tierras en el abandono, o las trabajaban como peones del neolatifundismo disfrazado. Ello sin contar con el control político ejercido por la Confederación Nacional Campesina.
La protesta campesina, silenciada sistemáticamente en los medios de comunicación y minimizada en los libros de historia, fue casi cotidiana y, en más de una ocasión, brutal y despiadada. El Grupo Popular Guerrillero, la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y el Partido de los Pobres, en Guerrero, optaron por la vía armada luego de años de demanda agraria y del asesinato de decenas de dirigentes campesinos, de desalojos violentos y, finalmente de matanzas perpetradas contra quienes exigían pacíficamente sus derechos. Y también, por sistema, el gobierno y los medios de comunicación culparon a los campesinos y los convirtieron en parte de una conspiración contra México. De ese modo, los masacrados fueron convertidos en culpables de su propia muerte.
¿Cómo contar la historia? En 1959, cansados de esperar un reparto agrario exigido en vano, miles de campesinos ocuparon los latifundios del occidente de Chihuahua. La respuesta no se hizo esperar y una docena de dirigentes fueron ejecutados por pistoleros priístas, iniciándose una oleada represiva contra los campesinos que incluyó asesinatos selectivos, desalojos violentos, linchamientos mediáticos, torturas, cárceles y toda la gama de la represión priísta. En 1965, los principales dirigentes del movimiento campesino, Arturo Gámiz, Pablo Gómez y Salomón Gaytán, decidieron tomar las armas, visto que no sólo estaban cerrados los caminos legales, sino que su lucha por tierra y justicia sólo provocaba la furia homicida del Estado. Su decisión de tomar las armas terminó con el sacrificio de ocho guerrilleros más y de una estela de sangre y represión que se prolongó en Chihuahua durante los siguientes 10 años.
Del otro lado del país, en 1962 fue asesinado el ex coronel zapatista Rubén Jaramillo, con toda su familia, y en Iguala, sí, en Iguala se reprimió a cientos de manifestantes. La historia venía de atrás: desde 1958 habían sido asesinados un centenar de dirigentes campesinos que buscaban romper el monopolio que ejercían los caciques priístas sobre la comercialización de la copra y el arroz, que tenía a los campesinos guerrerenses en la miseria, en un estado donde –en 1960– 62 por ciento de los adultos eran analfabetos y cuatro empresas poseían 80 por ciento de los bosques. Los asesinatos masivos y selectivos empujaron a la sierra a Lucio Cabañas.
Y nunca se han podido contabilizar con exactitud los dirigentes asesinados de la Confederación Nacional Plan de Ayala; las bases de apoyo del EZLN masacradas; las ejecuciones silenciadas por todo el país. ¿El Estado responderá a la Convención Nacional Campesina e Indígena de la misma manera en que respondió a los normalistas rurales de Ayotzinapa, de la misma manera en que Enrique Peña Nieto respondió a los ejidatarios de Atenco, en 2006?
¿Qué nos extraña entonces Tlatlaya, qué nos extraña Iguala? Es el PRI de siempre, contra el pueblo, como siempre; al servicio, como siempre, de minorías de privilegiados.