Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
A los significados históricos y morales del 2 de octubre se incorpora hoy el homenaje terso, pleno, a la memoria de Raúl Álvarez Garín. No imagino otra manera más simbólica y actual de recordar su trayectoria como dirigente estudiantil, sus aportaciones a la transformación de México, la coherencia de un pensamiento y una actitud hacia la vida que se confirma vigente con sólo mirar a nuestro alrededor la permanencia de tanta irracionalidad y violencia, la injusticia protegida por la impunidad.
Las cualidades de Raúl han sido recordadas por quienes lo amaron y respetaron, sus familiares y amigos, y en primer lugar por esa estela de hombres y mujeres que adquirieron conciencia a partir de las movilizaciones de 1968 y sus secuelas en la vida pública mexicana. Son la parte medular de la que Raúl llamaba “la generación del 68”, la cual, con sus múltiples matices y señas de identidad, ayudó a cambiar al país, no obstante la represión y la ilegalidad que permanece como un rasgo definitorio de un sistema esencialmente injusto.
El moviendo estudiantil cambió al país y condujo a los jóvenes a vivir, actuar, pensar de otra manera, distinta y distante de la tradición dominante. Esa será su marca en la historia. Esa voluntad de ser otra cosa teniendo como faro la justicia y la igualdad, el respeto a la diversidad como expresión de la libertad, le daría a dicha generación la fuerza para permanecer, más allá de las coincidencias de orden ideológico que el tiempo y la vida fueron ajustando.
Raúl, el revolucionario, es consciente de que el 68 era, por así decirlo, la fuente moral de ese deseo renovador surgido de la entraña misma de la sociedad, como un reflejo espontáneo pero clarificador de que era posible y viable sepultar las lacras acumuladas sobre nuestra sociedad. Sin embargo, no oponía la supuesta o real “pureza” de los jóvenes a la maldad intrínseca de los adultos, pues el motor no era el choque entre generaciones, sino la urgencia de superar el abismo entre la mayoría sin futuro y el grupo oligárquico que obstaculiza el desarrollo del país. Cree en las ideas y en la organización, en el trabajo político y el esfuerzo colectivo. La juventud estudiantil sí podía deslindarse, optar éticamente por otros valores de justicia y, en ese sentido, construir una opción, un camino para disolver la fuerza del autoritarismo que impide ejercer los derechos fundamentales a la ciudadanía, a las organizaciones de masas, que por el intento de recuperar sus funciones originales, es decir, “descorporativizarse,” sus líderes son acusados por el delito de “disolución social” a capricho del presidente de la Republica.
El 2 de octubre confirma paradójicamente la crisis del Estado, pero deja al descubierto las estructuras represivas y los reflejos autoritarios del poder que el movimiento, con su pliego petitorio, buscaba cambiar. Raúl asume la necesidad de esclarecer los hechos de la matanza de Tlatelolco en octubre como un compromiso moral, desde luego. Denuncia sin concesiones y a la vez lección histórica, demostración de las formas que adopta la maquinaria represiva para acallar la protesta popular pese a los formulismos legales consagrados en leyes que no se cumplen. Quiere el castigo de los responsables estableciendo la verdad de lo ocurrido paso a paso, y para ello, como lo ha señalado con claridad Carolina Verduzco, reta al Estado “con sus propias reglas”, pues “Raúl estudió, consultó, analizó y decidió emprender una lucha jurídica que permitiera concretar el clamor de justicia”. Dicho de otro modo, invita a derrumbar el mito del “estado de derecho” que sustenta la versión oficial, colocando en el centro la cuestión de los derechos humanos, tal y como éstos se habían definido al término de la guerra contra el nacifascismo. Y consiguió avances extraordinarios que no suelen destacarse, como bien resume Verduzco en el artículo publicado aquí el lunes.
Las denuncias encabezadas por Raúl ayudaron a crear nuevos contextos de exigencia hasta hacer cuestionables los mecanismos represivos como fórmula para “resolver” los conflictos, no obstante el clamor a favor de la “mano dura”, que periódicamente se exige como prueba de normalidad democrática. Muchos decían que había que enterrar el pasado y no incurrir en el “victimismo”, pero la actualidad revive situaciones que nada tienen de fantasmagóricas. La impunidad –esto es la no aplicación de la ley a los responsables de cometer delitos– selectiva, condicionada por la corrupción y un orden de sumisiones burocráticas a los poderes reales, las violaciones a los derechos humanos en un país sometido a la violencia (con su cauda de muertes y desaparecidos), no permiten hacerse ilusiones en cuanto a una mejora sustantiva de la convivencia nacional, pues por cada avance tenemos hechos brutales que los desmienten.
Lamentablemente, los sucesos de Tlataya e Iguala confirman trágicamente que el 2 de octubre es algo más que el recuerdo de un episodio trágico que no se debe olvidar, como no olvidaremos a Raúl Álvarez Garín. Un abrazo para Manuela y Tania. Para Maria Emilia. Con cariño para Raúl, Manuela, Santiago. Mi solidaridad con Alejandro; con sus compañeros de lucha; con la generación del 68.