Édgar Escamilla
La Jornada
Poza Rica, Ver.- Alejandrino García Méndez es una prueba viviente de que las ganas de superación siempre estarán por encima de las adversidades, de la pobreza y la discriminación. Indígena totonaco, lo mismo ha surcado los aires del Totonacapan que el cielo de Estados Unidos, Canadá, Singapur o Alemania, pese a que un accidente en 2003 lo confinó a una silla de ruedas.
Dueño de una gran sabiduría, Don Alejandrino cuenta sus historias a todo aquel que tenga tiempo para detenerse y reflexionar en las cosas prioritarias de esta vida: la familia, la salud y el amor por la cultura.
Su padre trabajó el campo, de donde sacó lo necesario para sacar adelante a sus siete hijos, pero la situación no siempre era la más adecuada, así que vendía leña en Coatzintla. “Para darnos alimento fue complicado, en las carnicerías le regalaban los huesos con un poco de carne pegada, la hervía en una olla grande y eso comíamos, a veces no había pal’ maíz y mi madre compraba dos kilos, lo revolvía con plátano de rautan y eso comíamos. No había platos, pero los hacíamos de barro”.
En aquellos años no era obligatorio ir a la escuela y además no hablaba español. “Siempre hablé el totonaco y pocos iban a la escuela; como no había dinero, teníamos que reutilizar los cuadernos del año anterior”, recuerda mientras conversa con alumnos de la Universidad Popular Autónoma de Veracruz (UPAV).
“El lápiz debía de durarnos, sacábamos la punta con ayuda de una piedra tratando de no gastarlo demasiado. Había que ayudar en casa, darle de comer a los animales, ayudarle al papá en la milpa para tener derecho a ir a la escuela”.
Recuerda que fue en el año de 1968 cuando se le prohibió a los niños indígenas que se comunicaran en su lengua materna. “Genaro Núñez Vargas, un maestro de Cazones nos dijo: es una tristeza, pero ahora todo el que venga de traje blanco ya no podrá hablar en totonaco, no tiene derecho. Nos impusieron que habláramos el español”.
A pesar de las dificultades existía una buena convivencia entre familia, cada uno de los integrantes tenía un rol que cumplir, se transmitían los valores, los abuelos contaban sus historias y leyendas. No había tantos problemas de desintegración familiar.
Interesado por su cultura, Don Alejandrino se comenzó a preparar en las diferentes danzas del Totonacapan y pese a la oposición de algunas organizaciones de voladores, fundó la escuela para niños voladores, de donde han egresado cuatro generaciones de niños y una de niñas.
Defensor de su cultura, inculca a sus alumnos la importancia de la milenaria danza, reconocida por la Unesco como Patrimonio Intangible de la Humanidad.
Recuerda que por las dificultades que tuvo para abrir su escuela, acudió con el señor Tito Huerta, a quien le pidió un árbol para practicar la danza. Buscando entre el monte encontró uno de 18 metros, donde empezó a entrenar a los niños; desafortunadamente de las cuatro jovencitas que aprendieron a volar, después de casarse jamás les permitieron volver a danzar.
Viajó por Estados Unidos, Canadá y Alemania, donde inclusive realizaron el corte de un árbol para poder llevar a cabo el ritual.
En 2003 su vuelo se vio truncado por un accidente, que lo mantiene hasta la fecha en una silla de ruedas, pero esto no lo detuvo. “Me caí por ir a ayudar a un compañero, me dijo: van a venir unos extranjeros y tú sabes cómo se maneja todo eso”. No tenía tiempo aún así lo hizo.
A partir de aquel accidente lo abandonaron. “Tenía mis hijos en la escuela, uno en el telebachillerato y otro en la secundaria. Los accidentes ocurren, nunca lo culpé, sólo le pedí la ayuda pero se negó.
Actualmente tiene dos nietos, uno de nueve y otro de cinco años que ya vuelan. Sus hijos acudieron el año pasado a Rusia a presentar la danza. “Me ha tocado de lo bueno y lo malo”, reconoce.
Como indígena y discapacitado ha sufrido la discriminación en carne propia, como cuando le prohibieron hablar su lengua materna siendo un niño, pero también en la actualidad cuando no puede siquiera acceder a los sitios públicos.
“En el Palacio Municipal de Coatzintla los empleados se sienten muy elevados, les hablas y no te contestan aunque los conozcas de antes del cargo. Si llevas alguna solicitud te dicen que no está el presidente; no está el regidor; yo no te lo puedo recibir; vente mañana; ven pasado; espérame un momento ahora regreso y nunca te atienden”.
Cuando por fin ha logrado entregar el documento, “te citan al segundo o tercer día porque lo van a revisar, llegas y te salen con que le falta una firma y te hacen dar más vueltas, cuando por fin queda, resulta que queda fuera del programa porque no se presentó a tiempo”, lamenta.
Mucha gente acude de las comunidades en busca de algún proyecto productivo, pero primero se enfrentan a malos funcionarios públicos y después a los trámites burocráticos, mucha papelería difícil de entender.
Cada fin de semana acude a la zona arqueológica de El Tajín para vender productos artesanales elaborados por él mismo y su familia, con lo poco que logra vender ha sacado adelante a su familia, mientras continúa en su lucha incansable por perpetuar su cultura.