Angélica Jocelyn Soto
Proceso
TIXTLA, Gro. (cimac-noticias).- Desde hace dos meses, luego de enterarse de la desaparición de sus hijos, las madres de los 43 normalistas se mudaron a la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, “cuna de la conciencia social”.
En las deterioradas instalaciones, cuyos caminos de concreto y pasto, amplias explanadas y el sonido de las aves conducen hacia los dormitorios, salones de clases, el comedor y una cancha de básquetbol, los familiares de los estudiantes pasan las horas con la esperanza de verlos aparecer en cualquier momento.
Algunas de las madres se enteraron de la desaparición de sus hijos al día siguiente de ocurrido el hecho, el 27 de septiembre, y las que viven en las comunidades más lejanas de La Montaña guerrerense conocieron la información hasta tres días después.
Supieron la noticia por los compañeros de sus hijos o a través de los medios de comunicación, y en al menos dos casos fueron las maestras rurales quienes dieron aviso a las madres de los jóvenes desparecidos por policías municipales de Iguala.
En entrevista, la madre de Martín Getsemany Sánchez García relató que al llegar a la escuela empezó a mirar a los estudiantes presentes, con la esperanza de encontrar entre ellos a su hijo. No lo halló. “¿Dónde está Martín? ¿Dónde está mi hijo?”, preguntaba insistente.
El Comité Estudiantil dijo a la madre de Martín Getsemany y a las demás familias que eran comunes las detenciones de normalistas cada vez que iban a “botear”, por lo que esperaban que al término del fin de semana quedaran en libertad los jóvenes que habían sido aprehendidos.
El plazo se cumplió y 43 no regresaron. El ataque fue brutal, dijeron aquellos que lograron escapar de sus captores. Desde entonces se instaló la incertidumbre entre los familiares de los desaparecidos, y se quedaron a vivir en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Hoy se cumplieron 60 días.
Durante dos semanas esperaron que la Procuraduría General de la República (PGR) se decidiera a tomar el caso, antes lo consideró un problema local. Después se enteraron del hallazgo de fosas clandestinas con decenas de cadáveres.
El 23 de octubre, la PGR responsabilizó de la desaparición de los estudiantes al exalcalde de Iguala, José Luis Abarca, y a su esposa María de los Ángeles Pineda. Ambos fueron aprehendidos el pasado martes 4.
La noche del viernes 7, cuando el procurador Jesús Murillo Karam se reunió con los familiares para informarles que los restos de los estudiantes habrían sido calcinados en un basurero local de Colula, camino a Iguala, y luego arrojados en el río San Juan, las madres –impulsadas por la intuición, como ellas dicen– no le creyeron.
Y con el tiempo desmintieron el supuesto hallazgo e incineración de los cadáveres, porque los habitantes de Iguala dijeron a las madres que la madrugada del 27 de septiembre cayó una lluvia torrencial. Luego fueron hasta el basurero local a buscar a sus hijos y no encontraron nada.
Antes de que se cumpliera el día 50, algunas salieron en caravanas para recorrer varias entidades del norte y sur del país, con la exigencia de que sus hijos sean presentados con vida. Otras se quedaron en la Escuela Normal para hacer guardia y esperar noticias de sus hijos.
La resistencia
La cancha de basquetbol en la que permanecen las madres es una explanada amplia entre las regaderas y salones, que antes usaron sus hijos.
Los tubos rojos, las canastas y las marcas en el piso hacen notar que es un espacio para hacer deporte, pero los costales de comida, veladoras, pancartas –como una del centro de la cancha que dice “Digna Rabia”– y fotos a color la convirtieron en una trinchera, un campo de resistencia.
Las madres caminan, barren, hablan o acomodan las despensas. Se identifican entre el resto de los familiares porque sus pupilas están rodeadas de un velo amarillento que les deja la mirada cansada, y por un aliento amargo y con el hambre de siempre.
Sin excepción, todas cargan el retrato de su hijo impreso en una lona de medio metro. Si se sientan lo sostienen en sus brazos o sobre sus piernas, pero no lo sueltan.
“Desde entonces estamos aquí, no nos hemos ido”, dice Natalia de la Cruz, madre de Emiliano Alen de la Cruz, al salir de una reunión con estudiantes. “El gobierno no nos quiere devolver a nuestros hijos; nos dicen puras mentiras y ellos los tienen”, expresa angustiada y ansiosa.
Natalia, de origen indígena y campesino, sube las escaleras con sus huaraches de piel rasgados, cargando su bolsa de asa, y pasa por un mural (pintado años atrás) en el que se lee: “La educación y el amor a nuestra cultura e identidad nos llevarán a la libertad”. La mujer se sienta en el comedor con las otras mamás y come en silencio.
“Acá hablamos de nuestros hijos, de cómo son, qué les gusta y por qué decidieron estudiar. Eso nos da mucha fuerza”, confía Martina Olivares, quien pasó varios días en cama porque la noticia de la desaparición de su hijo la enfermó.
Las imágenes que ahora rodean y cobijan a las madres de los normalistas son murales con consignas de protesta, algunas escritas incluso antes de la desaparición.
La pinta de una tortuga, que hasta entonces era símbolo de Ayotzinapa (por su significado en náhuatl), ahora también representa la lucha de quienes habitan la Normal, y aseguran que la justicia, como la tortuga, “es lenta pero implacable”.
Las madres regresan a sus casas sólo para recoger más ropa o más fuerzas, y vuelven a la escuela donde estudiaban sus hijos. Duermen donde durmieron sus hijos y comen con los compañeros de sus hijos, que también los buscan.
Las progenitoras de los 43 estudiantes, que hoy cumplen dos meses desaparecidos, son muy distintas entre sí. Algunas se resisten a compartir sus sentimientos, otras hablan con más soltura y fortaleza. Unas hablan en los mítines y otras administran desde la Normal los recursos de la lucha.
Pese a las diferentes personalidades e historias de vida, que hoy confluyen con la desaparición de sus hijos, todas participan activamente para buscar a los estudiantes, y si en algo coinciden es en la esperanza de encontrarlos vivos.