- “Hasta ahorita somos 375 familias que logramos vencer el miedo”
- La cifra es enorme, pero no refleja el tamaño de la tragedia en Guerrero
Arturo Cano
La Jornada
Iguala, Gro. “¿Acaso sólo hay justicia para desapariciones masivas?”, decía el cartel que portaban el 22 de octubre pasado los familiares de Tomás Vergara Hernández, taxista de Huitzuco secuestrado a principios de julio de 2012.
Desde entonces, la familia Vergara no ha cesado su búsqueda. Menos ahora que se han ido sumando a su causa muchas personas presas del mismo suplicio: “Hasta ahorita somos 375 familias que logramos vencer el miedo”, dice Mayra Vergara, hermana de Tomás.
La cifra es confirmada por Eliana García, subprocuradora encargada de Derechos Humanos de la Procuraduría General de la República, quien durante estos días se ha reunido con los familiares de los otros desaparecidos en el templo de San Gerardo María Mayela, lugar que se ha convertido en el cuartel general de personas que han reclamado por días, meses o años que las autoridades investiguen el paradero de sus seres queridos.
Desde hace unos días, la PGR toma muestras de ADN a uno, dos o tres familiares de cada desaparecido que algún día, se espera, servirán para que estas personas sepan si su padre o su hermano, su hija o su sobrina, terminaron en uno de esos agujeros sin nombre, indignos y sin sello de humanidad alguna que hemos dado en llamar fosas clandestinas.
La cifra es correcta: 375 desa-parecidos que se suman a los 43 que han sacudido el país. Pero no son todos, quizá ni siquiera la mayoría.
A pesar de que José Luis Abarca y otros 77 están en prisión; no obstante que las fuerzas federales inundan calles y caminos, no todos se animan a venir a las reuniones. En la inmensa mayoría de los casos ni siquiera hubo denuncia. Ese paso se cubre ahora, parcialmente, cuando personal de la PGR toma las declaraciones a varios de los familiares. Lleva días en eso. Pero llegó tarde, sólo tras montones de notas de prensa que denunciaban el peregrinar de las familias de los “otros desaparecidos”.
El sótano del templo de San Fernando funciona como auditorio. Las reuniones más concurridas se celebran los martes, pero el resto de la semana llegan “nuevos”, personas que se van animando a denunciar, a dar muestras de ADN.
La mayoría de las personas que están sentadas llevan camisetas negras que lo dicen todo. “Te buscaré hasta encontrarte”, dicen en el frente. “Has que no te entierre te seguiré buscando”, se lee en la parte de atrás.
“No denunciamos por temor”, dice un hombre que se pone de pie para hablar y se empeña en entregar a la subprocuradora encargada un periódico local con la noticia de que un detenido señaló el lugar donde terminó el comandante Abraham Alemán. “Mi hijo era director de seguridad pública aquí en Iguala”.
Otro hombre habla de la desa-parición de su sobrino, quien era maestro. “A la semana ya estaba sin trabajo y al mes ya estaban exigiendo que regresara un cheque que supuestamente había cobrado. Fuimos a la SEP, al SNTE, y nada”.
Todavía hay muchos que no denuncian
Mayra Vergara Hernández resume el sentir de los asistentes:
–Queremos darle a usted un voto de confianza, el problema es que ya no confiamos en las autoridades.
–Y tienen razón –responde la funcionaria.
Los familiares dejan caer sus dudas sobre qué hacer con las propiedades o los ahorros de sus desaparecidos, sobre las muestras de ADN que han entregado, sobre los operativos de búsqueda.
No todos son de Iguala o de los municipios aledaños. “Yo vengo de Amacuzac, Morelos”, dice una güera que llega tarde. Cerca de ella, una pareja de ancianos informa que reside en Puebla, que llegaron hasta acá porque las autoridades de aquella entidad les indicaron que siguieran pagando la renta del teléfono celular de su hijo. La última señal del GPS de ese aparato los condujo hasta aquí.
Las familias de los otros desaparecidos fueron atendidas por la autoridad federal sólo después de que hicieron su propia búsqueda en compañía de los policías comunitarios de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg).
Desde que el sacerdote Óscar Mauricio Prudenciano, algunos líderes locales y la Upoeg lanzaron la convocatoria, no ha cesado la llegada de gente que acude con la esperanza de saber el destino que corrieron sus seres queridos.
La cifra de 375 desaparecidos puede parecer enorme, pero quizá no refleja el tamaño de la tragedia que esta zona de Guerrero vivió en los últimos años.
“De mi pueblo somos 20 familias con desaparecidos, pero sólo venimos dos”, dice Mayra.
Afuera, varias camionetas de la Marina y la Policía Federal resguardan el lugar, pero ni así se animan a venir las otras 18 familias.
Los 30 desaparecidos: “para mí que es mentira”
Rosa Segura Giral, vecina de la colonia Vicente Guerrero de Cocula –“por la salida, yendo para el basurero”–, forma parte de las 17 familias cuyos hijos fueron levantados el 10 de julio de 2013. De Cocula, confirma, sólo han acudido ella y la madre de Fernando Villalobos, novio de su hija.
Ambos muchachos se levantaron muy temprano ese día porque ella había hecho cita con el estilista para ir a su ceremonia de graduación, que sería a las 8:30, en Iguala. Se fueron en la motocicleta del muchacho. Poco después hubo una tremenda balacera en Cocula. Y más tarde le fueron a avisar a Rosa que la motocicleta estaba tirada al lado de un camino.
Desde entonces, su madre no sabe nada de Berenice Navarijo Segura, entonces de 19 años.
Sabe, eso sí, que ninguno de los 17 levantados ese día ha regresado. “A la mayoría los sacaron de sus casas”. Sabe que la autoridad no hizo nada.
“Ese día llamamos al Ejército. Llegaron hasta la tarde, tomaron unas fotos y se fueron. Al día siguiente regresaron y nos comenzaron a insinuar que nosotros sabíamos dónde estaba Berenice”, dice su hermana Gabriela.
Se pregunta a Rosa Segura si ha escuchado de los 30 desaparecidos de este año, según una historia subida y luego retirada por la televisión francesa. “Lo sabríamos, yo digo que es mentira”.
Las desapariciones siguen
El calvario de algunas familias comenzó en 2008. Para otros, como los padres de Ezequiel Chávez Adán, la pesadilla lleva sólo unos días. “¡Se lo llevaron, me lo quitaron! ¡Y nadie hace nada!”, gritó el pasado miércoles su madre, durante un mitin en el centro de la ciudad.
Los padres de Ezequiel, estudiante de preparatoria, marcharon el miércoles con otras familias, con la exigencia de que “se quede la Gendarmería” y no vuelva la policía municipal.
Aunque con todo y el despliegue federal –y la ausencia de la temida policía municipal– las desapariciones continúan. Ezequiel fue levantado en una calle muy transitada del centro de la ciudad el 26 de noviembre, a plena luz del día y muy cerca de los hoteles que abarrotan los elementos de la Gendarmería Nacional.
A diferencia de la mayoría, María Luisa Bastián, una anciana de 80 años, sí sabe quiénes se llevaron a su hijo Carlos Escobar, el pasado 6 de enero, porque los captores eran vecinos de la misma colonia, la Fermín Rabadán. “Me lo pepenaron de la puerta de la casa. Pagamos 85 mil pesos, mis otros hijos quedaron vendidos”.
Dos de los secuestradores están presos, pero un tercero sigue libre. “Ellos eran bien allegaditos al presidente municipal (José Luis Abarca) y decían que no les iban a hacer nada”.
La anciana y su familia no han dejado de estar en la mira de los parientes de los detenidos, especialmente de su madre, a quien identifican como jefa de sicarios en la colonia. “Nos tiró amenazas de que iba a regresar por nuestras cabezas”.
La última vez que María Luisa vio a un “comandante” para saber de la investigación, el policía le dijo que fuera a preguntarle a los presos: “Me dijo que ellos me tenían que decir dónde dejaron a mi hijo. Y yo le dije: ‘Sí, pero dame tu pistola para irles a preguntar’”.