Tanalís Padilla*
La Jornada
Una de las características más llamativas de la historia de las normales rurales es el aire esperanzador con que sus alumnos describen su estancia allí. La posibilidad de estudiar, vivir en colectivo, las excursiones, encuentros deportivos y culturales, y la explicación que su estudio y activismo da al por qué de la pobreza, hacen de estas instituciones experiencias de vida formativas. Las normales rurales son el camino hacia una profesión digna y, a veces, otorgan, despiertan y cultivan el derecho a soñar.
Desde el poder, se pinta otra historia: una en la cual las normales rurales son reliquias del pasado, centros de agitación y espacios de ocio juvenil. Las demandas que hacen los alumnos para el mejoramiento estructural de las normales son vistas con agrio desprecio. ¿Con qué derecho estos chavos plebe se atreven a exigir un lugar privilegiado en el país?, es la implícita pregunta de la mayoría de los medios masivos cuya visión hace eco de los que detentan el poder.
Los conflictos en las normales rurales aparecen así con un enfoque en los métodos y las acciones de protesta, como si éstos fueran meros caprichos o un afán por obstruir el orden. Se borran la lógica y la necesidad de las acciones de lucha; se pasan por alto los ideales y el legado histórico que los normalistas defienden. Así tiene que ser. Abarcar contexto, ondear en la correlación de fuerzas entre jóvenes normalistas y el estado o problematizar de una forma honesta la falta de oportunidades educativas, obligaría a una seria reflexión del presente y el futuro de un país donde, cada vez más, ser joven, de extracción pobre, es ser un criminal.
Lo que han hecho continuamente los estudiantes de las normales rurales, y lo que hacían los normalistas de Aytozinapa el pasado 26 de septiembre, es defender con empeño un derecho histórico. Que el saldo de estas acciones sea seis muertos, uno de ellos vilmente torturado, y hasta el momento 43 desaparecidos, evidencia los resultados de un discurso que lleva años criminalizando a los jóvenes de estas escuelas.
La agresión oficial ante estas instituciones educativas no es nada nuevo. Desde la presidencia de Manuel Ávila Camacho fueron abandonadas y sobrevivieron gracias a las movilizaciones de sus alumnos. Las autoridades muchas veces se vieron obligadas a negociar con ellos, a otorgar algunas concesiones. Pero había también represalias: los alumnos eran expulsados, se les cerraba el comedor o se les cortaba la luz y el agua; a muchos les retiraban las becas. En 1969 el presidente Gustavo Díaz Ordaz, cuya paranoia lo hacía ver como enemigos a los jóvenes, clausuró 15 de las 29 normales rurales.
La caracterización que se les hizo como “nidos comunistas”, “kínderes bolcheviques” y “semilleros de guerrilla” perduró. Habría que recordar las declaraciones de Elba Esther Gordillo en agosto de 2010 sobre la necesidad de cerrar estas escuelas: “No se olviden que las normales rurales han sido semilleros de guerrilleros, si no hacemos esto van a seguir con lo mismo”. Poco antes había propuesto que las normales rurales se convirtieran en instituciones que formaran técnicos de turismo, una lógica neoliberal que concibe de México como un centro vacacional donde los que antes impartían conocimiento ahora servirían a turistas extranjeros.
Pero deshacerse del legado revolucionario e implementar un proyecto neoliberal ha sido ante todo un proceso violento: la represión a los ferrocarrileros, petroleros y electricistas a mediados del siglo XX, la histórica persecución de campesinos e indígenas que defendían su derecho a la tierra, los estudiantes en los 60 y los cívicos guerrerenses en los 70, los que militaron en las campañas democráticas de lo que fue el PRD a finales de los 80 y principios de los 90, los zapatistas de Chiapas, la rebelión de Oaxaca, son algunos ejemplos de resistencia popular que el Estado ha enfrentado con mano dura.
La agresión hacia las normales rurales se inscribe en esta historia. Hagamos un recuento de algunos hechos desde principios del siglo XXI.
En febrero de 2000, poco después de que la PFP tomó la UNAM poniendo fin a su huelga estudiantil, en la normal rural de El Mexe se dio otra ocupación policial. Pero allí los habitantes de la región se rebelaron, capturaron a 68 de los policías y sólo los liberaron a cambio de los 350 jóvenes que habían sido encarcelados durante la toma de El Mexe. Este acto no se les perdonó. En 2005 se anunció el cierre de esta normal rural.
En 2007, cuando los alumnos de Ayotzinapa tomaron las casetas de la Autopista del Sol exigiendo que se les garantizaran plazas de trabajo, fueron violentamente desalojados. De esa acción resalta una imagen captada por Pedro Pardo que vívidamente expone la correlación de fuerzas. Publicada en primera plana de La Jornada el 1º de diciembre de 2007, la foto muestra a un joven normalista, forzosamente postrado boca abajo sobre el asfalto, bajo una enorme bota de la Policía Federal Preventiva. Quizás fue un presagio a la violencia que cuatro años después vivirían los jóvenes de Ayotzinapa cuando sobre esa misma carretera yacerían los cuerpos de dos normalistas, esta vez sin vida, otra vez por demandar recursos para su institución educativa; otra vez por exigir su derecho.
Ojalá estos fueran incidentes aislados. Pero los gobernadores, sean de PRI, PAN o PRD, tienen a muchos jóvenes que reprimir. En Michoacán, que pudiera considerarse la cuna del normalismo rural, en noviembre de 2008, 133 estudiantes de la normal rural de Tiripetio fueron detenidos –no sin defenderse– al intentar trasladarse a Morelia en camiones que habían tomado. Las fotos son una vez más dramáticas: gases lacrimógenos, patrullas incineradas, palos, piedras y bombas molotov.
Pero las vidas de los normalistas parecen valer poco. Se les asesina deliberadamente o por negligencia, por ejemplo, el incendio en la normal de Tiripetío en enero también de 2008, donde dos jóvenes murieron calcinados en los tan abandonados dormitorios de la escuela.
El «gobierno» lleva décadas atacando las normales rurales; lleva décadas matando los sueños, ideales y principios de los que allí estudian. Pero, al parecer, ya no basta con eso. Ahora, en vísperas de la conmemoración de 68, había otra vez que asesinar jóvenes. ¿Cómo caracterizar un orden social que criminaliza a su juventud? En Centroamérica son las maras, en Palestina los jóvenes que arrojan piedras a los tanques, en las urbes Estados Unidos son los afroestadunidenses. En México ¿son ahora los jóvenes de las normales rurales?
*Profesora de historia en Dartmouth College. Autora de Rural Resistance in the Land of Zapata: The Jaramillista Movement and the Myth of the Pax-priísta, 1940-1962 (Duke University Press, 2008).