Deja que los criminales secuestren al país y sus instituciones… y aquí están las nefastas consecuencias, entre muchas más.
En 2012, 600 familias salieron de sus pequeños poblados en Sinaloa a causa de la violencia. Los desplazados solicitaron ayuda a las autoridades de los tres niveles de gobierno, y nadie les ha dado respuesta. Durante el sexenio pasado, cuando el recrudecimiento de la violencia asociada al supuesto combate al narcotráfico obligó a personas, familias o comunidades enteras a huir de sus lugares de origen para salvar sus vidas, algunos medios de comunicación y organizaciones civiles comenzaron a documentar algunos de esos desplazamientos forzados, lo que ha contribuido a que se conozcan algunos casos. Sin embargo, no hay información precisa sobre cuántos desplazados son en total ni dónde están, ni mucho menos en qué condiciones viven todos ellos.
Mayela Sánchez
Sinembargo
Ciudad de México, 12 de agosto (SinEmbargo).– “De ese día recuerdo muy bien toda la gente corriendo, llorando, asustados. Algunos pidiendo raite a los que tenían carro”, dice la mujer de 32 años sobre aquel 12 de enero de 2012 en el que todos los habitantes de Ocurahui, una comunidad de unas 110 casas enclavada en la región de los altos de la sierra de Sinaloa, salieron huyendo del poblado, atemorizados de que el cártel de Sinaloa, uno de los dos grupos criminales que se disputaban la zona y que durante los dos días anteriores había asesinado a cuatro personas, continuara matando gente.
“‘Por favor llévenme’”, enuncia rememorando a quienes, desesperados por no tener vehículos propios para trasladarse pedían a vecinos como ella (que poseía un automóvil pequeño) que les ayudaran a salir de aquel pueblo de 400 habitantes, que sólo cuenta con un camino de terracería y cuyo único transporte público subía cada tres días. Solidarios, quienes tenían autos iban dejando fuera sus pertenencias para dar espacio a tantas personas como fuera posible, relata.
“‘Dígales a todos que nadie se quede’”, suelta como recuerdo de aquéllas voces de organizadores anónimos que, en medio de la confusión y las prisas, se esmeraban porque no se perdiera el control, porque nadie quedara rezagado, porque todos pudieran salir de ese pueblo en el que dos noches antes personas armadas habían asesinado a uno de sus vecinos y apenas la noche anterior habían matado a tres integrantes de una familia, dejando vivos sólo a un niño de ocho años y a un bebé de aproximadamente un año de edad.
“Como en la noche se escucharon las balaceras, todo mundo no dormimos de miedo, pero no supimos hasta el otro día en la mañana, que se atrevieron a salir los vecinos que vivían más cerca, ya se dieron cuenta. Entonces se empezó a correr el rumor de que uno de los grupos venía, y decían que iban a quemar el rancho, que se saliera el que pudiera porque al que encontraran lo iban a matar”, continúa el relato de María, al otro lado de un teléfono desde algún lugar de Guamúchil, Sinaloa. Por seguridad y temor al estigma, pide no publicar su nombre real.
“[Hubo] mucho temor, mucho miedo, mucha tristeza por los cuerpos que se quedaron ahí tirados, que realmente no tuvimos el valor de irlos a levantar, por miedo realmente, porque lo que queríamos era salir, y salvar nuestras vidas y las de nuestras familias”, confiesa.
Ese 12 de enero de 2012, en Mazatlán –a unos 340 kilómetros de donde toda una comunidad del municipio de Sinaloa de Leyva huía por el temor de sus habitantes de ser asesinados– el Gobernador de Sinaloa, Mario López Valdez, presumía que los delitos en la entidad habían disminuido 16 por ciento con relación al año anterior.
Además de destacar el trabajo de la policía en la entidad, el mandatario estatal también reconocía la labor de la Secretaría de Marina (Semar) y del Ejército para salvaguardar la seguridad de la sociedad. Pero –de acuerdo con el testimonio de María– los militares que se encontraban en un destacamento localizado en la comunidad de Surutato, en el aledaño municipio de Badiraguato, se negaron a auxiliar a los desplazados de Ocurahui, quienes habían enfilado hacia ese sitio buscando la protección del Ejército.
“Lo que pasa es que ahí en Surutato hay una base militar y ahí, por el resguardo, pensamos prudente venirnos a donde hubiera soldados, para protegernos”, explica la mujer.
–¿Qué les dijeron los soldados?
–Cerraron el cuartel –contesta, y una fina y casi imperceptible risa, de esas que provocan las situaciones irónicas, se cuela por la línea telefónica.
Las familias desplazadas por la violencia de Ocarahui, se han refugio en Surutato, donde viven en casas prestadas. Foto: Noroeste / Iván Contreras
María refiere que fueron vecinos de Surutato quienes les abrieron las puertas de sus casas y les permitieron resguardarse durante algunos días en sus patios o en sus cocheras. Pero los días se acumularon y poco a poco los habitantes desplazados de Ocurahui fueron perdiendo la esperanza de regresar a sus casas y comenzaron a trasladarse a otras comunidades o ciudades donde tuvieran familiares o conocidos que los pudieran ayudar, o a destinos donde pudieran conseguir los trabajos o las viviendas que inesperadamente habían perdido.
En los días posteriores al éxodo de los pobladores de Ocurahui, unas 30 comunidades aledañas también se vaciaron, dice María, quien comienza a enlistar los nombres de las que recuerda: San José de los Hornos, Ciénaga de Parra, Las Ciruelas, Atezcalama, El Chipil, Sierrita de Germán, La Cantera, La Chirimoya, El Pilar, Metatito, Tarahumares, Tierra Larga, Puerto de Santiago, Mesa del Zapotillo, El Hornito, Las Tunas, Las Mesas, La Mesa de Don Panchito, El Bejuco, Rancho Blanco, El Limón de los García, Arroyo Seco, Vinatería, Barranca de los Bueyes, El Chapote, La Casita y Los Laureles.
Se trata de rancherías pequeñas, la mayoría de las cuales ni siquiera figura en el mapa de Sinaloa de Leyva disponible en el portal electrónico del municipio. En ese mapa, por cierto, la comunidad aparece como Ocurague, pero María indica que el nombre de la comunidad es Ocurahui.
En conjunto, unas 600 familias salieron de esos pequeños poblados, según estimaciones hechas por un grupo de desplazados de los altos de la sierra sinaloense, del que María forma parte pero cuya cara más visible es Esperanza Hernández Lugo, también expulsada de Ocurahui a causa de la violencia. Ese grupo se organizó con el fin de visibilizar el problema de los desplazados en el estado y solicitar ayuda a las autoridades de los tres niveles de gobierno, explica María.
El suyo no es el único caso de desplazados forzados a causa de la violencia en el país, como han señalado organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales. Durante el sexenio pasado, cuando el recrudecimiento de la violencia asociada al supuesto combate al narcotráfico obligó a personas, familias o comunidades enteras a huir de sus lugares de origen para salvar sus vidas, algunos medios de comunicación y organizaciones civiles comenzaron a documentar algunos de esos desplazamientos forzados, lo que ha contribuido a que se conozcan algunos casos. Sin embargo, no hay información precisa sobre cuántos desplazados son en total ni dónde están, ni mucho menos en qué condiciones viven todos ellos.
El Centro de Monitoreo sobre Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para Refugiados (IDMC por su sigla en inglés) calcula que para 2012 habían sido desplazadas por la violencia 160 mil personas en el país, a las que se sumaron 20 mil más a quienes la violencia expulsó de sus lugares de origen durante 2013, de acuerdo con su informe de 2014.
En el caso de Sinaloa, el 18 de mayo de 2012 la Secretaría de Desarrollo Social y Humano estatal publicó un padrón de familias desplazadas de la zona serrana, según el cual había un mil 203 familias en esa situación. El padrón agrupaba en esa cifra no sólo a desplazados por la violencia, sino también a quienes habían salido de sus lugares de origen por la búsqueda de empleo o educación, y a causa de la sequía en el norte del estado, de acuerdo con medios de comunicación locales. Según el padrón oficial, los municipios de origen de los desplazados eran Sinaloa de Leyva, Mocorito, Badiraguato, Concordia, El Fuerte, Elota y El Rosario.
La Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Sinaloa, una organización civil de la entidad, maneja otros datos: calcula entre 25 mil y 30 mil desplazados en cuando menos 11 de los 18 municipios de la entidad. Aunado a ello, en mayo de 2012, el periodista Hans Máximo refirió en la revista Contralínea que más de dos mil familias desplazadas provenientes de las comunidades serranas de Concordia y San Ignacio, así como del estado de Durango, habían llegado a Mazatlán. Asimismo, reportó que el día 9 de ese mes al menos 30 personas habían huido de la comunidad de La Cofradía, ubicada en Sinaloa de Leyva.
La violencia que generó el éxodo masivo de habitantes de la zona serrana de Sinaloa fue el conflicto entre el cártel de Sinaloa y el grupo de los Beltrán Leyva, tras la ruptura entre ambos bandos, de acuerdo con el informe Las víctimas ocultas de México, publicado en julio pasado por la organización Refugees International. Aunque tampoco ofrece una cifra precisa, a partir de los testimonios, reportes e informes que recopiló durante una investigación de campo en México, la organización señala que podrían tratarse de “cientos de miles”.
Sarnata Reynolds, una de las autoras del informe, dijo entonces a SinEmbargo que no había datos exactos “porque el gobierno mexicano no se ha dado a la tarea de contarlos”.
Una idea semejante expresa José Antonio Guevara Bermúdez, director ejecutivo de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), organización que en marzo pasado creó un área de trabajo sobre el desplazamiento interno forzado causado por la violencia y el despojo ilegal.
Guevara Bermúdez dice que sólo el Estado mexicano tiene la capacidad de medir el fenómeno del desplazamiento forzado interno, pues a diferencia de otros países, no es un desplazamiento a gran escala de un sitio a otro que permita identificar con claridad el sitio de origen y el de destino de los desplazados.
Tal particularidad se convierte en un obstáculo para las organizaciones, que no tienen la capacidad para rastrear esos movimientos. Por el contrario, abunda el especialista en derechos humanos, el Estado sí tiene posibilidad de medir la movilidad humana a través de instancias que se dedican a ello, como el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Inegi) o el Consejo Nacional de Población (Conapo), o a partir de la información estadística que generan instancias como la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), los sistemas de salud o de crédito a la vivienda o cualquier otro programa que implique el registro de datos personales.
Guevara Bermúdez ejemplifica así cómo se podría detectar un caso de desplazamiento: un beneficiario del Seguro Popular que estaba inscrito en la entidad A, de pronto solicita su cambio a la entidad B. Pero la única instancia que tiene esa información es el gobierno, subraya.
A pesar de ser un poblado pequeño, Ocurahui es un punto de referencia para las comunidades más chicas porque cuenta con escuelas, un centro de salud y una tienda Diconsa, dice María. Por esa relación con las rancherías aledañas es que los desplazados de Ocurahui han podido calcular la cantidad de desplazados de esa zona del municipio. Aún más, han elaborado un censo de los destinos de las familias y así mantienen el registro de 70 familias en Culiacán, 118 en Guamúchil, 61 en Guasave y cerca de 60 que están fuera del estado. Todas son familias de por lo menos tres integrantes.
EL APOYO DEL «GOBIERNO»
Foto: Noroeste / Iván Contreras
María describe Ocurahui como un sitio “muy hermoso”, donde la sierra se puebla de pinos y encinos, y la tierra es fértil para que de ella broten duraznos, manzanas, peras, ciruelas, chabacanos y membrillos. La mayoría de la gente vivía del campo y del ganado, por lo que huir de ahí significó dejar atrás sus tierras y sus animales. En Ocurahui se quedaron también los paisajes serranos y el olor a tierra mojada que María ahora evoca. Y junto con sus recuerdos y sus raíces, en su pueblo natal quedó además un estilo de vida que todavía añora.
“En Ocurahui el agua era nada más cuestión de ir por ella. No teníamos luz, había paneles solares pero no nos costaba. Aquí tenemos que pagar luz, tenemos que pagar agua, renta. Igual todo lo que se come tenemos que comprarlo; en la sierra siembras chile, siembras tomate, hay quelites, comes del mismo campo y no sufres tanto, y aquí no: todo lo que quieras comer o consumir lo tienes que comprar, tienes que pagar por ello”, se queja.
Actualmente, María vive junto con su esposo y su hija de cuatro años en una casa que les prestaron amigos de su esposo. Antes, vivió durante un año en una casa rentada, junto con su madre, un hermano soltero y otro hermano, su esposa y su hija. Vivían así para poder compartir los gastos.
Como María había vivido antes en Guamúchil, está más familiarizada con el ritmo de la ciudad. Pero dice que para otras personas que no estaban acostumbradas a un ambiente urbano, especialmente los ancianos, la adaptación ha sido más difícil.
Pedro, otro desplazado de Ocurahui que también pide no publicar su nombre real, vive en Guamúchil con su madre, su abuela y dos hermanos con sus respectivas familias en una casa con sólo dos recámaras, una cocina y una sala. Dice que comen dos veces al día para poder sufragar los gastos de la casa, entre ellos una renta de 1 mil 800 pesos, servicio luz eléctrica de entre 1 mil 500 y 1 mil 800 pesos, 120 pesos mensuales del servicio de agua, y la comida para los 12 que son en su familia.
A los problemas del espacio y el dinero, se suman dificultades como el clima. En la sierra, dice Pedro, la gente solía estar siempre abrigada con una chamarra, y en Guamúchil tienen que soportar temperaturas de 38 o 39 grados centígrados. En su casa, por ejemplo, sólo tienen un equipo de aire acondicionado, por lo que todos los integrantes de su familia duermen en la misma habitación para poder aprovecharlo.
Los desplazados de la sierra también se enfrentan a la dificultad de encontrar trabajo, pues su instrucción académica es escasa o sus habilidades no son útiles para las exigencias del mercado laboral, señala Pedro. Los casos más dramáticos son de aquéllos que no saben siquiera leer o escribir, pues se les complican incluso cosas sencillas como saber qué transporte deben abordar.
Él, por ejemplo, estudió sólo hasta la secundaria y en los trabajos le piden estudios mínimos de preparatoria; además, debido a un problema renal, el joven de 26 años no puede cargar objetos pesados, lo que limita sus opciones laborales. En Ocurahui se dedicaba al comercio, al igual que el resto de su familia.
La ausencia de datos oficiales sobre los desplazados forzados se asocia a la falta de reconocimiento por parte del gobierno mexicano de este fenómeno, señala Guevara Bermúdez. Sin reconocimiento, tampoco hay posibilidad de que haya apoyos institucionales para ellos, pues no se les ve como víctimas de un hecho irregular del Estado, que es la falta de garantía de su seguridad y de su acceso a la justicia. El director de la CMDPDH subraya que la ayuda del gobierno tiene que ser acorde a las necesidades y situación específica de los desplazados, y no forzar a que las víctimas de desplazamiento se adapten a los programas de apoyo gubernamental vigentes.
“El Estado tiene que hacerse cargo de su barbaridad, que la reparación del daño sea en función del daño que se produce, no en función de lo que puede el Estado reparar”, dice.
Para Guevara Bermúdez toda ayuda del gobierno debería partir del siguiente cuestionamiento: “¿Cómo hacer para que estas personas puedan reiniciar su vida en función de lo que saben hacer? Porque no le puedes decir ‘Ya te conseguí un trabajo de albañil’ a un señor de cincuenta y tantos años cuando nunca ha sido albañil. Entonces tiene que haber programas de trabajo de acuerdo a las necesidades de la persona desplazada en el caso concreto”.
Dado que la mayoría de los habitantes desplazados de Ocurahui y sus alrededores se conocían entre ellos, no fue difícil advertir que todos se encontraban en una situación adversa, cuenta María. De ahí que decidieran organizarse para pedir ayuda al gobierno.
La primera petición que hicieron, en febrero de 2012, fue que enviaran militares a la zona para que los resguardaran y ellos pudieran regresar a sus casas.
Pero no obtuvieron respuesta, afirma María. Al ver que no obtendrían respaldo para regresar a sus comunidades, comenzaron a pedir apoyo para viviendas o terrenos, así como servicios, y para desarrollar proyectos productivos que les permitan autoemplearse en sus nuevos lugares de asentamiento.
“A partir de ahí hemos estado gestionando con el gobierno estatal, con el gobierno municipal, incluso con el gobierno federal y no hemos tenido respuesta. Ahorita nos tienen con promesas de que nos van a ayudar con un programa de vivienda, pero igual salieron de vacaciones y aquí nos tienen, como a ellos no les apura pues ahí nos están dando largas […] En muchos lugares nos han cerrado las puertas completamente; en otros nos han dado esperanzas, pero nunca ha habido acciones”, dice.
María calcula que de 2012 a la fecha han entregado más de 50 peticiones a distintas instancias de los tres niveles de gobierno, que van desde la Presidencia municipal de Sinaloa de Leyva hasta la Presidencia de la República. También han enviado cartas a la Secretaria de Desarrollo Social, Rosario Robles Berlanga; al Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong; al presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva; al secretario estatal de Desarrollo Social y Humano, Juan Ernesto Millán Pietsch; a los diputados locales José Arturo Báez Soto y César Fredy Montoya Sánchez y al Senador Aarón Irizar López; y al director estatal de la Comisión de Derechos Humanos, Oscar Loza Ochoa, como SinEmbargo constató en copias proporcionadas de dichas solicitudes de apoyo.
Foto: Noroeste / Iván Contreras
Una petición hecha a la Procuraduría Agraria permite advertir otro problema derivado del desplazamiento forzado de las comunidades serranas: la apropiación ilegal de sus tierras. En un oficio enviado al delegado estatal de la Procuraduría Agraria, Carlos Ignacio Escamilla Arteaga, el comisariado ejidal de San José de los Hornos plantea que algunos ejidatarios y ex funcionarios del municipio de Badiraguato supuestamente pretendían anexar parte de su ejido al vecino ejido de Surutato, Badiraguato, por lo que le pedían que interviniera para que se protegiera su ejido, al que no han podido regresar desde hace dos años y medio.
Los desplazados de los altos de la sierra de Sinaloa también han interpuesto una denuncia ante la Subprocuraduría de Control Regional, Procedimientos Penales y Amparo Delegación estatal Sinaloa de la Procuraduría General de la República (PGR). En dicha denuncia mencionan que durante un año y ocho meses estuvo solicitando cita con el Gobernador López Valdez y fue hasta el 25 de octubre de 2013 que les recibió.
El 4 de marzo de 2013, durante una visita del Presidente Peña Nieto a Culiacán, la representante del grupo de desplazados pudo cruzar unas palabras con el mandatario y éste le prometió que los apoyaría, relata Pedro. A los pocos días de ese breve encuentro, el grupo de desplazados envió a Los Pinos una petición formal de ayuda, así como un archivo con todas las solicitudes de apoyo que hasta ese momento habían hecho. Pedro detalla que supieron que la información había llegado porque les entregaron el folio D-1503923-1316965-13, que constataba su recepción. Y fue todo.
El 29 de julio de 2013 enviaron otra carta a Peña Nieto, en la que le mencionan el encuentro de marzo pasado: “El día 4 de marzo tuvimos la oportunidad de saludarlo en la ciudad de Culiacán y plantearle brevemente la situación y usted prometió ayudarnos, pero ya pasaron casi cinco meses y no ha pasado nada por eso le suplicamos encarecidamente que no se siga haciendo caso omiso a nuestra situación”.
El 11 de octubre de 2013, Hernández Lugo, la representante del grupo de desplazados, recibió una respuesta de la petición hecha al Presidente. La contestación provino de la directora general adjunta de Enlace Social y Atención Ciudadana de la Sedesol, Angélica Martínez Peñaloza, quien, en un correo electrónico de tres párrafos, sólo aclaraba que para poder acceder a los apoyos de esa dependencia, específicamente para obras de infraestructura a través del Programa para el Desarrollo de Zonas Prioritarias, era necesario cumplir con lo establecido en sus reglas de operación y presentar una solicitud, con su respectivo proyecto y/o expediente técnico, y agregaba una liga para que consultara las reglas de operación de dicho programa, así como la dirección y correo electrónico de la delegación estatal de la Sedesol en Sinaloa.
El pasado 28 de junio, Victoria Santillana Andraca, jefa de la Unidad Técnica de la quinta Visitaduría de la CNDH, junto con otros dos funcionarios, se reunió con los desplazados de la sierra sinaloense. El diario sinaloense Ríodoce refirió que se había tratado de una “visita relámpago” de apenas dos días: en el primero, el equipo de la CNDH intentó infructuosamente visitar las comunidades de los altos de la sierra, pero el comando de 30 agentes de la Policía Estatal Preventiva que los acompañaba les advirtió que no había condiciones de seguridad para ingresar, así que los tres funcionarios desistieron de su plan. El segundo día sostuvieron una reunión de apenas dos horas y media con más de 100 familias de desplazados.
Ríodoce consignó que el equipo de la CNDH sólo dejó al grupo de desplazados “doce hojas impresas con los teléfonos de la defensoría de oficio que sacaron de la página de internet del gobierno estatal”.
A nivel local, las solicitudes de ayuda a las autoridades no han corrido con mejor suerte. Pedro dice que funcionarios del gobierno estatal les han dicho que son muchos y que no hay un presupuesto para los desplazados y, por lo tanto, no hay manera de ayudarles. SinEmbargo buscó la versión del gobierno del estado, a través del área de comunicación social de su Secretaría de Desarrollo Social y Humano, pero no obtuvo respuesta.
A decir de María, hasta ahora lo único que han recibido de apoyo son dos despensas: una de parte del municipio de Sinaloa de Leyva y otra del gobierno estatal.
–¿Se acuerda que tenía la despensa? –se le pregunta.
–Contenía un litro de aceite, un kilo de frijol, un kilo de azúcar, una leche en polvo, galletas, un atún, chícharos, tres cuadritos de [caldo de] pollo, una bolsa de sopa, y yo creo que sería todo.
–¿Para cuánto le alcanzó eso?
–Para dos días –contesta, y de nuevo esa sutil risa que produce lo absurdo se cuela por el teléfono–. Imagínese una familia grande –dice.
DESPLAZADOS E INVISIBLES
Los pequeños juegan con los poco que tienen. Foto: Noroeste / Iván Contreras
“En un principio empezamos a hacer el censo porque aquí se negaba completamente el tema de los desplazados, [se decía que] no había desplazados y que las personas que nos habíamos ido de la sierra era en busca de un mejor futuro, de que los hijos estudiaran, y de superación. Nadie había sido desplazado por la violencia, supuestamente todos nos vinimos porque quisimos”, relata María.
“A raíz de esto nosotros queríamos que supieran, que se hiciera público que había tantas comunidades solas y que todas las personas, familias, andábamos rodado por acá, sufriendo. Entonces por conocidos, que yo conocí a alguien de la otra comunidad, me comunicaba con ella y le decía que me pasara cuántas familias eran, ya ellos anotaban las familias y así nos fuimos organizando de manera que localizamos todas estas familias”.
A decir de Guevara Bermúdez, el gobierno mexicano no reconoce el fenómeno del desplazamiento interno forzado porque implica aceptar una debilidad institucional, y no está dispuesto a ello.
“El gobierno de México no quiere mostrar que sus instituciones de investigación, de procuración y de impartición de justicia son incapaces de llevar a juicio los delitos que se cometen en el país y que existen terrenos donde el Estado no está presente y ejerce efectivamente sus capacidades de seguridad y de garantía de los derechos en todo el territorio”, considera el director de la CMDPDH. “Yo creo que por eso no quiere reconocerlo, porque implica una muestra clarísima de la debilidad institucional, o la complicidad institucional que se tiene con quienes cometen delitos y generan el desplazamiento”, dice.
Aunque hasta ahora el Estado mexicano no ha reconocido de forma contundente el fenómeno del desplazamiento forzado, sí ha enviado señales de que es un tema que tiene presente, aunque se ha mantenido cauto al respecto y sin acciones concretas, apunta Guevara Bermúdez.
Uno de esos atisbos es la mención somera de los desplazados internos en la Ley General de Víctimas. En noviembre de 2013, durante una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el subsecretario de Prevención del Delito y Participación Ciudadana de la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián, reconoció que la situación de vivencia había generado desplazamientos internos en algunas partes del país. Pero no hubo más.
Además, el 3 de julio de 2012 la CNDH publicó un boletín en el que también se refería al tema, y señalaba que si bien no había cifras exactas, el desplazamiento a causa de la violencia era un problema que había ido en aumento desde 2006.
En dicha comunicación, el órgano encargado de la salvaguarda de los derechos humanos en el país anunciaba la elaboración de un protocolo de atención a víctimas de desplazamiento forzado. Hasta la fecha no se tienen noticias de la concreción e implementación de tal protocolo.
SinEmbargo buscó a la Secretaría de Gobernación para saber si contaban con algún programa o acciones concretas de atención a víctimas de desplazamiento interno forzado por la violencia, pero su área de comunicación social no respondió a la solicitud de entrevista de este medio.
EL RIESGO DE VOLVER A CASA
Unas semanas después del éxodo forzado de Ocurahui, una decena de sus pobladores, entre ellos Hernández Lugo y María, fueron a la comunidad con la intención de evaluar si era posible el regreso seguro de las familias.
María recuerda que el lugar estaba completamente abandonado y las casas habían sido saqueadas.
Para poder llegar a Ocurahui, el pequeño contingente tuvo que pedir permiso al grupo criminal que, desde su salida, controla el pueblo, aunque no están físicamente en la localidad, de acuerdo con María. Al parecer se trata de la banda de Los Chapos, refiere, pero opta por no hablar más porque dice que no lo sabe con exactitud.
De lo que sí habla es del mal trato que recibieron, pues para poder ir a Ocurahui habían pedido a los militares que les acompañaran y eso molestó al grupo criminal que controla la comunidad.
El 3 de agosto de 2013, los desplazados de Ocurahui hicieron una segunda visita al pueblo. En esa ocasión, ya sólo acudieron seis personas. “Tuvimos más miedo”, dice María.
Además de atestiguar la destrucción y saqueo de su comunidad, lo que el contingente constató es que no existían condiciones para un regreso seguro de todos los pobladores.
Sin embargo, ha habido personas que, en su desesperación ante la ausencia de opciones para sobrevivir, se han aventurado a volver, refiere María, y cuenta la historia de una familia de San José de los Hornos que regresó a la comunidad con la intención de recuperar algunos bienes para poder venderlos y subsistir de ello. En su viaje de vuelta, fueron asesinados.
No fue el único caso. El 5 de diciembre de 2012, el diario La Jornada reportó que dos personas habían sido asesinadas cuando intentaban regresar a las comunidades de Ocurahui y San José de los Hornos, de donde habían sido desplazadas. Con esos casos, el diario contabilizaba 11 asesinatos en la zona serrana de personas que habían sido expulsadas. Previamente, el mismo medio había informado que el 27 de marzo de 2012, tres integrantes de una familia desplazada de una zona cercana a Metatitos había vuelto para recuperar algunas pertenencias y un comando los había asesinado a ellos y luego a otras tres personas que habían intentado ir a recoger los cadáveres.
En septiembre de 2012, la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Sinaloa refirió que en cuatro meses había documentado siete asesinatos de personas desplazadas que habían intentado regresar a sus lugares de origen.
Pedro dice que ellos no pierden la esperanza de poder regresar a Ocurahui, aunque ahora quisieran hacerlo resguardados por la Marina, pues dice que ya no confían en el Ejército.
Mientras tanto, dice, la vida en el exilio ha sido “tragedia sobre tragedia. Cuando hacemos aquí la reunión con las personas lo que nos piden es que ellos quieren ir a morirse allá donde están sus hijos, sus papás, sus hermanos. Es algo muy difícil para nosotros”, confiesa. “Nosotros cuando mirábamos la tele y veíamos la situación de la violencia, jamás, nunca en la vida nos pasó por la mente que a nosotros nos fuera a pasar eso, de la tranquilidad tan grande que se vivía allá, a comparación de lo que estamos viviendo ahorita”.
Guevara Bermúdez expone que idealmente el ciclo del desplazamiento termina con el retorno seguro y la restauración integral de la vida cotidiana, o el establecimiento de la víctima en otro lugar, donde se establezcan medidas duraderas para que haga su vida; además, para completar el ciclo es necesario que se investigue, procese y castigue a los responsables de los motivos que generaron el desplazamiento. “Hasta entonces sigue abierta la herida y seguirá abierta la necesidad de justicia”, dice.