Editorial La Jornada
Un conjunto de ataques ocurridos la noche del viernes en Iguala, Guerrero, tuvieron resultado de por lo menos seis muertos –entre ellos, tres estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa Raúl Isidro Burgos–, y una veintena de heridos. Según versiones de la propia Procuraduría General de Justicia estatal, en las agresiones intervinieron elementos de la policía municipal. Diversos testimonios señalan que en los hechos también hubo personas armadas no identificadas.
Las palabras iniciales de la fiscalía local para tratar de explicar los hechos –la dependencia llegó al extremo de afirmar que los uniformados abrieron fuego cuando los normalistas tomaron autobuses para usarlos en manifestaciones, como si eso justificara los homicidios– han pasado por alto que este es el más reciente episodio de una cadena de homicidios de estudiantes, dirigentes y activistas campesinos en Guerrero, ninguno de los cuales ha sido esclarecido. Apenas el 17 de septiembre pasado, en Ometepec, fue asesinado Javier Evaristo Bautista, integrante de la agrupación Unidad Izquierda Guerrerense. Durante la administración encabezada por Ángel Aguirre Rivero, de acuerdo con datos del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, se han registrado al menos 60 agresiones o ataques contra organizaciones sociales, estudiantiles, de defensores de derechos humanos, pueblos y comunidades indígenas y campesinas, entre los que se encuentran el asesinato de Rocío Mesino Mesino, líder de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS); el de Raymundo Velázquez Flores, líder de la Liga Agraria Revolucionaria del Sur Emiliano Zapata, y el secuestro y homicidio de Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román y Ángel Román Pérez, líderes de la Unidad Popular de Iguala, por citar sólo algunos de los más relevantes.
Por lo demás, persiste aún el recuerdo del asesinato de dos estudiantes normalistas de Ayotzinapa el 12 de diciembre de 2012, a manos de efectivos policiales.
Por las características de los homicidios señalados, es claro que el fenómeno no forma parte de la continuada violencia causada por el descontrol de la delincuencia organizada en el país, la que no ha cesado en lo que va de la presente administración federal, pese a las políticas de comunicación social orientadas a minimizarla a ojos de la opinión pública.
Da la impresión, en cambio, de que en la entidad del sur del país se desarrolla una suerte de cacería contra las expresiones de resistencia y organización estudiantil, social y popular locales. La incapacidad de las corporaciones oficiales de seguridad pública de garantizar la vida de las víctimas y el hecho de que en los asesinatos, incluso, participen policías municipales, estatales y hasta federales, obliga a preguntarse hasta qué punto esa campaña es tolerada y propiciada por el poder público.
Es previsible que los atentados mortales contra normalistas, dirigentes y activistas de tales organizaciones contribuyan a agravar la explosividad social causada por factores como la falta de empleo, la pobreza, la ausencia de servicios, la negación de derechos individuales y colectivos. Es impostergable que las autoridades federales, estatales y municipales se deslinden en forma inequívoca de esta nueva suerte de guerra sucia y empeñen su voluntad política en desactivarla y en identificar, localizar, capturar y presentar ante los tribunales a los presuntos asesinos materiales e intelectuales.