- ¿Qué clase de policía puede hacer algo así?, pregunta un dirigente de Ayotzinapa
- Hay 38 desaparecidos, dicen normalistas
- “En Iguala la gente tiene miedo de hablar”
Arturo Cano
La Jornada
Chilpancingo, Gro., 1º de octubre. La espantosa imagen de un muchacho sin cara ha circulado profusamente en las redes sociales. Hoy, los normalistas de Iguala marchan de nuevo y cargan con ellos una manta con la fotografía de Julio César Mondragón, con una mujer y un recién nacido. Era un muchacho blanco de rostro amable. Ya era padre y tenía apenas un mes de haber ingresado a la escuela normal de Ayotzinapa.
De él, ya saben dónde terminó, pero no conocen la suerte de los 38 alumnos que, según los líderes estudiantiles, siguen desaparecidos. La lista se ha reducido, dicen, porque “algunos compañeros han llegado por su propio pie a la escuela”.
La madrugada del sábado 27 de septiembre, aterrado, Julio César Mondragón no hizo caso de los gritos de sus compañeros que pedían permanecer juntos. Echó a correr luego de que un grupo de sicarios disparó contra estudiantes y maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (Ceteg) que ofrecían una conferencia de prensa tras el ataque de los policías municipales. Se lo tragó la noche de Iguala. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente, espantosamente mutilado.
Sus padres, y los de Daniel Solís Gallardo, oriundo de Zihuatanejo, no quisieron homenaje en la normal. El cuerpo –lo que quedaba de él– de Julio César Mondragón, el muchacho sin rostro de las redes sociales, fue trasladado al Distrito Federal. Lo identificó por la ropa y porque estaba rapado, como todos los alumnos de primer grado, el grueso de la tropa estudiantil que fue a Iguala a botear.
Los representantes de Ayotzinapa no hallan las palabras para describir en qué estado hallaron a su compañero: “¿Qué clase de policía, qué clase de persona puede hacer algo así?”, dice uno de los dirigentes de la normal.
“Está más muerto que vivo”
Los estudiantes marcharán de nuevo mañana, mientras siguen al pendiente de sus compañeros desaparecidos y de los que aún permanecen en hospitales.
Aldo Gutiérrez Solano es quien se encuentra en peores condiciones. “Está más muerto que vivo”.
Édgar Andrés Vázquez lucha por recuperarse de un disparo que recibió en la cara. “Otro compañero ya fue dado de alta, pero perdió varios dedos de una mano”.
Luego de una marcha que culmina frente al palacio de gobierno, los dirigentes de la normal de Ayotzinapa informan que hasta ese momento (alrededor de las dos de la tarde) “son 38 los compañeros que siguen desaparecidos”.
Las autoridades estatales han sugerido que una parte de ellos puede estar en sus casas, pero los estudiantes no lo creen. “Padres o familiares de los 38 que mencionamos están aquí, y no sería así si los compañeros hubieran ido a refugiarse a sus casas”.
Las madres de varios de los muchachos hacen fila frente a las libretas de los reporteros para decir los nombres de sus desaparecidos.
“Apunte al mío, licenciado. Se llama César Manuel González Hernández, de Huamantla, Tlaxcala”.
Israel Jacinto, de Atoyac, nunca había estado en Iguala. Tiene 19 años y “estaba hablando con su hermanito por teléfono. Le decía que la policía les estaba echando gases, que ya no podía hablar. Después ya no supimos nada de él”, dice su madrina, a punto de las lágrimas. “Tiene dos tíos maestros; aquí andan, los dos estudiaron en Ayotzinapa. ¿Quiere hablar con ellos?”
“Anote ahí a Luis Ángel Abarca, 17 años, de San Antonio Cuautepec”.
“Emiliano Gaspar de la Cruz, 22”. “Mauricio Ortega Valerio”.
Una caravana de familiares llevó sus nombres, sus fotografías y su dolor a Iguala. Recorrieron las calles de la cuna de la Bandera. No hallaron a sus hijos: encontraron miedo.
“Nadie quería hablar con ellos. La gente vive aterrada. Cuando se acercaban preguntando casa por casa, cerraban las tiendas, bajaban las cortinas”, cuenta un miembro de la asociación de ex alumnos de la emblemática escuela normal. “Ya ni los busquen, les dijo el dueño de una vulcanizadora”.
La guardia frente al palacio de gobierno termina. Los familiares de los desaparecidos suben apresuradamente a los autobuses. Van al entierro de Julio César Ramírez Nava, otro de los normalistas caídos, a su natal Tixtla, municipio que aporta entre 40 y 50 por ciento de los estudiantes de la normal, lugar donde han florecido, se han dividido y sobreviven las policías comunitarias.
El cortejo fúnebre es encabezado por la banda de guerra Halcones dorados, de Ayotzinapa. Centenares de personas acompañan el féretro.
Al llegar al cementerio, los rapados de primer grado ocupan las primeras filas frente a la fosa. Son los sobrevivientes de Iguala.
“¡Julio César Ramírez Nava!”, grita un profesor de la normal. “¡Presente!”, responden los rapados y el resto de sus compañeros. La familia ha pedido al profesor decir unas palabras. Es muy breve. Pide justicia, nada más. “No dejemos que la muerte de este joven sea en vano”.
El abuelo de Julio César moja una flor en una bandeja de agua bendita y la va rociando en la fosa.
“Corrimos, brincamos una barda y nos metimos en una casa, pero el señor que era el dueño nos pidió salir después de unas horas. Éramos como 20. No quisimos salir. Lo hicimos hasta que el comité nos avisó que irían por nosotros. Fueron los soldados y nos llevaron a declarar”, cuenta uno de los sobrevivientes.
El sepelio transcurre lentamente. La familia deposita bolsas con las pertenencias del joven asesinado. Los Halcones dorados tocan trompetas fúnebres.
Los familiares de José Ángel Campos Cantor y Julio César López Patolzin, ambos nacidos en el Barrio Fortín, cuna de la policía comunitaria, acuden al sepelio, temerosos de que sus propios hijos “ya estén muertos”.
A esa misma hora, el gobernador Ángel Aguirre Rivero anuncia que se ha girado orden de presentación contra el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, y el ex secretario de seguridad del ayuntamiento Felipe Flores.
Aguirre Rivero, manotazo tardío
El martes, luego de que solicitó licencia, el alcalde salió apresuradamente de la sede del ayuntamiento. Unos 10 minutos después de la graciosa huida, tres camionetas de la Policía Ministerial del estado se estacionaron afuera del palacio municipal, sus ocupantes, armas en ristre. Los empleados del municipio, que habían despedido con aplausos al munícipe –entre ellos algunos de los 20 familiares del alcalde en la nómina, según dijo por lo bajo un regidor–, se miraron nerviosos, pero nada pasó. El tardío manotazo de Aguirre ocurrió, claro, sólo después del regaño presidencial en horario triple A.
El gobernador también escribe en las redes sociales: “Ofrecemos un millón de pesos a quien brinde información, que ayude a localizar a nuestros jóvenes desaparecidos en Iguala”.
Algunos usuarios lo felicitan por ofrecer recompensa. Otros lo critican por gastar carretadas de dinero en publicidad y ser pichicato a la hora de pagar por información sobre el paradero de los muchachos. Unos más descargan su furia clasista contra los ayotzinapos.
Las protestas de los normalistas continuarán, y también el desprecio hacia ellos que no oculta una parte de la sociedad guerrerense. En un plantel de educación prescolar del centro de Chilpancingo, un letrero anuncia que este 2 de octubre no habrá clases “porque se preveen (sic) marchas y actos con violencia”.