El alcalde prófugo se afilió al PRD y era miembro de «Nueva Izquierda» (chuchos).
Arturo Cano
La Jornada
Iguala, Gro., 7 de octubre. Tras dejar atrás la última casa, los vehículos pueden avanzar unos 300 metros. La brecha acaba y hay que echar a andar. A buen paso, luego de 20 minutos de marcha y de trepar una ladera lodosa –los militares hicieron una suerte de escalones para facilitar el trabajo– se llega al lugar donde cuatro fosas siguen abiertas.
Si los restos humanos encontrados ahí –sería más que inexacto decir cuerpos– son o no de los normalistas de Ayotzinapa es otro cantar. Algo es seguro: las personas que fueron echadas a esas fosas tuvieron que llegar hasta ahí por su propio pie, caminaron hacia su propio fin.
Es difícil perderse a pesar de la espesa vegetación: el personal que trabajó en el lugar durante un par de días dejó las huellas de su estancia desde el punto donde la vereda asciende. Platos y vasos desechables, botellas vacías, restos de comida, guantes quirúrgicos, tapabocas. Macabras migas que señalan el camino de la muerte.
A la hora que sube un grupo de reporteros, también lo hace un destacamento de la policía preventiva estatal. El espacio de las fosas está delimitado aún por cintas amarillas, pero nadie impide el paso, nadie cuida la ‘‘escena del crimen’’ (ya por la tarde, a otros colegas que lo intentan se les impedirá el paso).
Al lado de una de las fosas hay un montículo de ramas, hojas y cenizas: uno de los lugares donde habrían quemado los restos antes de echarles tierra encima.
Un amarillento periódico local publica fotografías que dice son de los cuerpos hallados en este paraje de Pueblo Viejo. Cuerpos putrefactos, pero enteros, e incluso personas con ropa y con los rostros reconocibles. Se muestran esas imágenes a un empleado del forense local. ‘‘Esto no es nada de lo que yo vi’’, se encoge de hombros. Se le pide precisión. ‘‘Eran restos. Quemados. ¿Cómo decirle? En lugar de espalda, sólo un trozo de piel’’.
El fondo de las fosas está lleno de agua. No. Más bien de un espeso líquido de aspecto jabonoso donde hay agua de lluvia mezclada con humores humanos, moscas enormes y tierra. Nauseabundo, fétido, podrido, ninguna palabra describe el olor que despiden las tumbas marcadas con banderines rojos y amarillos de la procuraduría local.
El edil de Nueva Izquierda y el ‘‘árbol caído’’
El guanajuatense Carlos Navarrete tantea su andar como presidente del PRD y decide que la primera reunión del flamante Comité Ejecutivo Nacional se celebre en Iguala.
La estrategia de control de daños pasa por 4 Vientos, la famosa fonda en la México-Acapulco, donde en una tensa reunión el nuevo dirigente del PRD acepta elevar el tono del deslinde con el alcalde prófugo y, sobre todo, empujar el juicio de procedencia en el Congreso estatal.
Así, el primer acto de Navarrete como presidente del sol azteca es un mea culpa. ‘‘Ofrecemos al pueblo de Guerrero nuestras disculpas y pedimos su perdón’’, dice en el Museo de la Bandera, rodeado por la plana mayor nacional y local de su partido, sentado y detrás de una computadora.
El PRD, admite Navarrete al dar lectura a la declaración política sobre el caso, ‘‘no fue suficientemente cuidadoso, pues aceptamos que un candidato externo, que no era miembro del partido, fuese candidato a la presidencia municipal y permitiera, o incluso dirigiera, la cooptación de la policía municipal por parte de la delincuencia organizada’’.
Navarrete omite recordar que si bien fue candidato externo, el alcalde José Luis Abarca Velázquez se afilió al partido y era miembro de la corriente Nueva Izquierda.
Más aún, de no haber ocurrido la matanza de Iguala, María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del alcalde –y hermana de connotadas cabezas del cártel Guerreros Unidos– habría sido una de las electoras de Navarrete, pues ella estuvo a la cabeza de la lista ganadora de consejeros nacionales del PRD en este municipio en la pasada contienda interna.
‘‘La planilla de ella sacó mil 278 votos, por mil 47 de la que siguió. Una elección muy cara, porque entre todos sumaron 3 mil 600 votos, pero se gastaron 6 millones de pesos, porque llevaron láminas y despensas a todas las colonias y terminaron dando 200 pesos por cabeza el día de la votación’’, dice la regidora priísta Marina Hernández de la Garza.
Navarrete se marcha en un convoy que acompañan al menos cuatro patrullas de la Policía Federal, y algunos dirigentes estatales del PRD se quedan para hablar con las masas reporteriles. Los locales tienen un solo tema: se va o no el gobernador Ángel Aguirre.
El diputado local Jesús Vázquez reparte culpas y señala las responsabilidades del gobierno federal. Parece muy informado, puesto que radio pasillo dice desde el arranque de la semana que el dos veces gobernador Aguirre –lo fue por vez primera interinamente debido a la matanza de Aguas Blancas– se va este miércoles. ‘‘No hagamos leña del árbol caído’’, pide.
Para egregios miembros de la clase política guerrerense, si uno se guía por las planas que llenan en los diarios locales, la tragedia de Iguala no es sino un asunto de cálculos electorales. Los amarillos se despiden del poder, mientras los tricolores se frotan las manos a la espera del ansiado retorno. Aguirre podría no ser el único damnificado, claro está.
En Iguala, más de uno pide recordar que Abarca llegó al cargo gracias al impulso definitivo de su amigo de la infancia, el médico Lázaro Mazón, ex alcalde y hoy secretario de Salud estatal, además de puntero en la candidatura del Movimiento Regeneración Nacional (Morena).
Por si no bastara el antecedente, subraya la regidora Hernández de la Garza, ‘‘Luis Mazón, hermano de Lázaro, es el suplente de Abarca’’.
La búsqueda popular
La mañana de Iguala abre con la presencia del procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, en las instalaciones militares de la ciudad. Ahí se reúne con las autoridades federales y estatales a cargo del caso.
Murillo y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, han pasado de salvadores por el lado de la Federación a parte del trabuco del poder que cerró ojos y oídos frente a las denuncias que se hicieron desde el año pasado.
René Bejarano, líder de Izquierda Democrática Nacional, refiere en entrevistas radiofónicas que ambos funcionarios estuvieron enterados, tras la muerte del líder social Arturo Hernández Cardona, de los vínculos del alcalde con la delincuencia organizada y de su participación directa en el secuestro, tortura y asesinato del dirigente de la Unión Popular de Iguala y dos de sus colaboradores.
La falta de respuesta de los gobiernos –que emblematiza el caso Hernández Cardona– cierra la noche de una Iguala ya repleta de gendarmes. Una caravana de la Unión de Pueblos y Organizaciones de Guerrero (Upoeg) llega a Iguala. Son policías comunitarios en la Costa Chica y vienen a buscar ellos mismos a sus hijos.
‘‘Nomás de Tecoanapa buscamos a ocho’’, dice el muchacho trepado en la camioneta de redilas. Él y sus compañeros salieron de su pueblo a las tres de la madrugada. Al pasar frente a la zona militar, desde las alturas de la camioneta ven los helicópteros. ‘‘Tremendos animalotes y no pueden hacer nada contra los delincuentes’’.
Mientras en EU el Departamento de Estado le echa ojo al caso Ayotzinapa, la Upoeg se dispone a dormir en Iguala para iniciar una búsqueda por su propia cuenta. Un anciano que viaja en la cabina de una de las camionetas dice que vino porque ‘‘Ayotzinapa hace nuestros maestros y por eso nos representa’’. Luego, sin pregunta de por medio, añade: ‘‘A lo mejor los muchachos hicieron algo de vandalismo. Bueno, pues se merecían que los encerraran, en todo caso. Pero no que los mataran, y menos así’’.