José Gil Olmos
Proceso
MÉXICO, D.F. (apro).- En marzo de 1989 el joven estudiante estadunidense de la Universidad de Bronsville, Mark Kilroy, fue reportado desaparecido luego de que sus amigos springbreakers lo perdieron en las calles de Matamoros. Sus familiares ofrecieron una recompensa para quien diera información de su paradero. Un mes después su cuerpo apareció mutilado en una de las 12 fosas clandestinas que un grupo de narcotraficantes cavaron en el rancho Santa Elena casi pegado a la línea fronteriza con el estado de Texas.
El estudiante había sido victimado por un grupo de narcotraficantes comandado por el cubano-estadunidense Adolfo de Jesús Constanzo, quien además de traficar droga era el sumo sacerdote de una secta que realizaba sacrificios humanos como parte de la práctica de los rituales de magia negra, santería y palo mayombe para protegerse de las otras bandas o de las autoridades mexicanas y estadunidenses.
El descubrimiento de las 12 fosas clandestinas en Matamoros en 1989 es quizá el primer registro que se tiene de esta práctica que el crimen organizado ha convertido en una estrategia y hasta en un hábito dentro de sus métodos de aniquilación y desaparición de personas.
Durante la llamada Guerra Sucia, esta práctica fue usada por las fuerzas policiacas y militares del Estado mexicano como parte de su estrategia de contrainsurgencia. Algunos datos extraoficiales señalan que al menos hubo 200 cuerpos en fosas clandestinas ubicadas en algunas entidades como Guerrero, de un total de mil 500 desaparecidos por razones políticas.
Pero este número no se compara con los dos mil cuerpos que han sido encontrados en 400 fosas clandestinas del 2006 al 2014 localizadas en 24 estados, de acuerdo con informes periodísticos atribuidos a la Procuraduría General de la República (PGR), publicados en distintos medios este año.
El hallazgo de las fosas clandestinas o “narcofosas” como ya se les conoce, es una prueba más de la existencia de una guerra en México con un saldo de más de 100 mil muertos y 26 mil desaparecidos. Una guerra que todos los días registra víctimas y que en el caso de las fosas clandestinas comprueba la formación de un “Narco Estado” en el cual criminales y autoridades forman un solo cuerpo de gobierno que actúa por encima de todas las leyes.
Ocultar cuerpos en fosas clandestinas ha sido una práctica de dictaduras como en Argentina, Chile, Guatemala y varios países de África, pero también de guerras genocidas como la de Bosnia, donde desde 1992 desaparecieron 30 mil personas, según el Instituto para Personas Desaparecidas de Bosnia-Herzegovina, 18 mil de las cuales ha sido localizadas en fosas escondidas en las montañas.
Del 2001 a la fecha, la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas ha identificado a 16 mil 200 personas, cruzando los datos genéticos de un padrón de 89 mil familiares que reportaron a sus seres queridos como desaparecidos.
Para realizar esta identificación llevan a cabo un cuidadoso protocolo científico y ético que da a las familias confianza del trabajo que se está realizando el cual, al final, ayudará a cerrar un doloroso proceso de duelo.
En México no tenemos datos oficiales exactos del número de fosas que se ha encontrado en 24 estados. Miles de familias se han convertido en investigadoras judiciales proporcionando a las autoridades el producto de sus indagaciones. Pero esto ha sido infructuoso, muchas de estas autoridades están al servicio del crimen organizado o forman parte del mismo.
El descubrimiento de las fosas en Guerrero vuelve a reafirmar el rostro de terror que el “Narco Estado” ha configurado con el tiempo en casi todo el país. Un terror que no acaba pues cuando pensamos que ya se tocó fondo, vuelve a surgir un nuevo caso más terrible y confirma una vez más el cogobierno de crimen organizado y la clase política mexicana.