AFP
Ayotzinapa. La puerta negra de uno de los dormitorios de la escuela rural de Ayotzinapa está sellada y sus paredes rojas lucen desoladas. Diez de sus ocupantes están entre sus 43 estudiantes desaparecidos y otros cinco huyeron por miedo. Ernesto Guerrero, un alumno de 21 años que se hace llamar Comandante Malboro, sobrevivió al brutal ataque de policías y sicarios del narcotráfico en el que desaparecieron sus 43 compañeros el 26 de septiembre en Iguala, una ciudad a 130 km de la escuela.
Guerrero, uno de los cinco estudiantes que quedan de este dormitorio, se siente orgulloso de permanecer aún en esta escuela de magisterio de ideología revolucionaria. Pero, igual que sus otros colegas de cuarto, cada noche busca un rincón en habitaciones de otros compañeros para no regresar a su solitario dormitorio. De los 140 estudiantes de primer nivel de Ayotzinapa, 110 están ausentes: los 43 desaparecidos y 67 más que desertaron por temor.
«Mis padres me han dicho que me vaya a la casa. Prefieren que me quede sin estudiar a que me maten por ahí», dice Ernesto parado frente a su dormitorio, pintado por ellos de rojo comunista con imágenes de Karl Marx y el Che Guevara. En ese cuarto, que bautizaron ‘La Casa del Activista’, sus habitantes recibían «orientación ideológica y política», dice hermético sin querer descubrir al enseñante.
Cuando nos íbamos a dormir «unos estaban con música, otros bromeando, cantando, leyendo en el círculo de análisis. Estábamos compartiendo ideas, pues», recuerda este joven, que hasta agosto pasado empuñaba un fusil como miembro de un grupo de milicias de autodefensa comunitaria.
«Algunos ‘compas’ se van»
Además de su objetivo de ser profesor rural, Ernesto dice tener la misión de impedir a toda costa el cierre de la escuela de Ayotzinapa y de una docena de centros similares en el país que son parte de una federación de estudiantes campesinos.
En esa misma escuela se formaron los líderes guerrilleros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. Estas aulas son el último reducto de un proyecto educativo para el campo creado al término de la Revolución Mexicana de inicios del siglo pasado.
Los alumnos de estas escuelas públicas y radicales están acostumbrados a exigir con métodos contundentes, incluso violentos, que el gobierno las mantenga vivas. La noche de los ataques, los 43 estudiantes se habían apropiado de varios autobuses en Iguala para regresar a Ayotzinapa. El alcalde, vinculado con un cártel narcotraficante, ordenó el ataque porque temía que los jóvenes fueran a boicotear un acto público de su esposa, según la fiscalía.
Las familias de los 43 desaparecidos obtuvieron el miércoles el compromiso del presidente Enrique Peña Nieto para «redignificar» a estas escuelas.
«Yo, con mis camaradas, he convivido» y «he llorado, hemos comido juntos, hemos tomado. Veo que algunos ‘compas’ se van, se van, no sé por qué se van, pues tienen miedo. Aquí nos dijeron que aquí somos hermanos», dice otro decepcionado estudiante de 25 años, que aún no sabe de donde cogió fuerzas para escapar de los ataques de Iguala con una rodilla herida de bala.
Los compañeros de dolor
La madre de Julio César Ramírez, uno de los seis muertos en los ataques, llora frente a un altar de flores anaranjadas que rodean su foto, en la casa aún sin terminar a la que su familia se mudó unas semanas antes.
«Mi esperanza ahora será ver a los otros muchachos que regresen con vida para que él (Julio César) también pueda descansar y me deje descansar a mí (…) Me falta el aire», reconoce su encanecida madre, Berta Nava.
Otro desaparecido, César Manuel González, tiene 21 años y un perro que se llama Lulú, el conejo Whiskas y su gato Tambor. «Ellos lo están esperando en casa», dice con los ojos rojos por el llanto y el cansancio su padre, César Mario.
Este joven desaparecido había estudiado un semestre de Derecho en Tlaxcala, pero le encantaba la vida de la sierra y trabajar con las comunidades rurales.
Encontró Ayotzinapa y dejó todo, dice su padre, que trae colgados un rosario y un escapulario y en las muñecas lleva pulseras de la virgen de Guadalupe. Todo son regalos de personas que se han acercado a rezar por los muchachos.
En la escuela sólo falta la familia de Dorian González Parral. Este chico moreno, aún con cara de niño, proviene de una remota comunidad indígena tlapaneca, cuya lengua era el único idioma que él hablaba cuando llegó a estudiar a Ayotzinapa. Ahora nadie lo reclama.