El ABC de la contrarreforma energética y formas de sobrevivir a ella

Francisco López Bárcenas
La Jornada del Campo

La sociedad mexicana camina como aturdida. Y no es para menos. La reforma energética –su contenido y la manera en que se procesó– y la propaganda que siguió para justificar sus pretendidas bondades, son golpes que pasman, dejándolo a uno anonadado y sin saber qué hacer. El efecto es preocupante: la mayoría de mexicanos no le cree a los que dicen que es una medida que nos sacará de pobres, pero su incredulidad se extiende al grado de no informarse qué ha pasado realmente y, sobre todo, qué podemos hacer para resistirnos a vivir un futuro que no queremos. Intento aquí dar algunas respuestas.

La reforma energética representa la segunda etapa de la revolución conservadora que inició en 1992 con la reforma al artículo 27 constitucional, aquella que terminó con el reparto agrario y abrió el camino para que las tierras de propiedad social –ejido y comunidad agraria– perdieran su carácter inalienable, inembargable e imprescriptible, que era la característica que la distinguían de la propiedad privada. Aunque después de esa reforma de 1992, las tierras ejidales y comunales conservaron su nombre, realmente terminaron como una propiedad privada de dominio moderado, sujetas a cualquier tipo de acto o contrato de carácter civil y mercantil, como la compraventa, el arrendamiento, la asociación en participación, la permuta, etcétera.

Al privatizar las tierras, los recursos naturales que la ocupaban corrieron su suerte. Cierto es que en la Constitución federal todavía se puede leer que éstos siguen siendo propiedad de la Nación, pero el «presidente» mantiene su facultad de otorgar a los particulares derechos para que los exploten. El Poder Legislativo estableció esta facultad como una excepción, para cuando el gobierno no pudiera hacerlo directamente, pero los neoliberales la han convertido en la norma general, rompiendo el principio constitucional de que la explotación de los recursos naturales beneficie a los mexicanos, distribuya la riqueza entre ellos y se cuide de su conservación para que las futuras generaciones también puedan disfrutar de ellos.

La reforma energética completa el ciclo privatizador. Su nota principal es que la exploración y explotación del petróleo, así como la generación de energía eléctrica en sus distintas modalidades –hidráulica, eólica y solar–, dejaron de ser actividades estratégicas reservadas al Estado, para que empresas particulares puedan participar en ellas. Como en el caso de los recursos naturales en general, la Constitución federal expresa que el petróleo y los hidrocarburos son propiedad de la Nación y sobre ellos no se otorgarán concesiones, pero también dice que esas actividades las realizará el Estado mediante asignaciones a empresas productivas del Estado o de contratos con éstas o con particulares y las empresas productivas del Estado realizarán sus actividades contratando a particulares.

Otro tanto sucede con la energía eléctrica. La reforma reserva al Estado “la planeación y el control del sistema eléctrico nacional, así como el servicio público de transmisión y distribución de energía eléctrica”, lo cual deja abierta la puerta para que las empresas privadas regularicen su actividad en este campo, pues de manera ilegal y con la complacencia de los gobiernos, ya lo venían haciendo. En su Informe de la Cuenta Pública 2012, la Auditoría Superior de la Federación reportó que empresas privadas controlaban 31.3 por ciento del mercado eléctrico, por medio de 27 contratos con la Comisión Federal de Electricidad, con una capacidad de 12 mil 435.75 megavatios. Con la reforma podrán regularizar su situación, además de ingresar al mercado de la distribución de energía, si el gobierno decide que el Estado realice estas actividades contratando empresas privadas, como en el caso del petróleo.

En el caso del petróleo, tener asignaciones o contratos para la exploración o explotación no es suficiente, porque la tierra bajo la cual se encuentran los recursos tiene dueño –privado, ejidal o social–, y es necesario contar con su autorización para usarla, lo cual puede suceder por dos vías: una sin intervención estatal y otra con ella. El primer procedimiento es sencillo: el propietario de la tierra y el titular de una asignación o un contrato llegan a un acuerdo en donde el primero acepta que se usen sus tierras por algún contrato de compra, venta o cualquier otro permitido por la ley a cambio del pago de una cantidad de dinero. Eso será lo primero que intentarán las empresas y sólo si no lo logran irán a la segunda vía.

La intervención del Estado se requiere cuando la empresa y el propietario de la tierra no llegan a ningún acuerdo. Entonces interviene el Estado para fijar una servidumbre forzosa, que puede ser judicial o administrativa, o expropiar las tierras para entregarlas a las empresas. La servidumbre es un derecho en predio ajeno que limita el dominio del propietario sobre él para que otra persona pueda satisfacer sus necesidades. El titular de la asignación o el contrato puede hacer uso de la vía judicial, esto es acudir al Tribunal Agrario competente y solicitar que declare la servidumbre, o bien usar la vía administrativa, que implica pedir a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano que intente mediar con el propietario para que acepte que la empresa utilice sus tierras, y si no acepta, la Secretaría lo comunicará al «presidente» a fin de que imponga la servidumbre forzosa.

Pero pueden optar también por la expropiación. Las leyes no la mencionan pero declaran las actividades para explorar y explotar hidrocarburos, igual que la producción de energía eléctrica, de utilidad pública, y la Constitución federal determina que las expropiaciones proceden por causa de utilidad pública y mediante indemnización. Se trata, pues, de un acto unilateral del gobierno donde lo que puede controvertirse es que se lleve a cabo conforme lo establece la ley y la indemnización también se ajuste a ella. Pero hay una diferencia sustancial que modifica el fin para el que fue creada la Ley de Expropiación en 1936. En aquel tiempo se trataba de que las propiedades particulares se expropiaran para beneficiar a la Nación y ahora se expropia a los ejidos y comunidades para favorecer los intereses de los capitalistas.

Con lo expuesto, pareciera que no hay forma de defenderse de la voracidad de las empresas extranjeras y sus aliados mexicanos para apoderarse del petróleo, la generación de energía y otras actividades ligadas a ellas, como tampoco que los propietarios de la tierra se libren de ser despojados de sus propiedades, pues si no se arreglan con las empresas el Estado se encarga de despojarlos para entregarlas. ¿Pero realmente no se puede hacer nada? Una respuesta afirmativa equivale a aceptar la fatalidad. Y de lo que se trata es de encontrar respuestas que den esperanza en un futuro distinto.

Un camino pueden ser los derechos humanos. Si bien es cierto los ricos hasta ahora han logrado lo que se han propuesto, todavía no destruyen los derechos humanos que la Constitución y los tratados internacionales garantizan a los mexicanos, entre ellos los derechos a la alimentación el acceso al agua, a un ambiente sano, a una vivienda digna y a la cultura. Estos derechos se robustecen con lo dispuesto por la propia Constitución, en el sentido de que los tratados sobre derechos humanos firmados por el Estado mexicano forman parte de ella; que todas las normas de derecho deben ser interpretadas conforme a sus disposiciones, y cuando una de ellas admita varias interpretaciones debe preferirse la mas favorable a las personas. Desde este punto de vista, varias normas de la reforma energética resultarían inconstitucionales y por lo mismo sin ningún valor jurídico.

Están también los derechos de los pueblos indígenas. El primero es el derecho a existir y seguir siendo pueblos, lo cual implica condiciones tales como conservar su territorio; acceso preferente a los recursos naturales presentes en su tierra y participar en la administración y cuidado de ellos, obtener sus alimentos, tener acceso al agua suficiente y mantener sus lugares sagrados o de importancia cultural, todo lo que sería improbable con la implementación de la reforma energética. Otro derecho es la consulta y el consentimiento previo, libre e informado, lo cual ya se está violando pues debió consultarse a los pueblos al momento de la presentación, discusión y aprobación de las leyes, igual que al asignar a Pemex los recursos que podrá explotar.

Para combatir estas violaciones, lo más importante es la organización popular, de los afectados directamente, pero también de quienes lo son de manera indirecta. A partir de ahí se deben tejer estrategias de lucha que dependerán de la fuerza que se acumule, las redes que se tejan y los recursos a su alcance. Uno de los campos que no debe descuidarse es el legal. Las leyes ofrecen varias vías y tribunales administrativos, civiles y agrarios, a los que se puede acudir de acuerdo con lo que se demande. En todo caso, la defensa legal debe ser parte de una estrategia política y no al revés. Hay que comenzar a pensar en esa dirección ahora que todavía hay tiempo. Después ya será más difícil hacerlo.

Defensa jurídica de los derechos de los pueblos

Carlos A. Ventura Callejas
Centro de Derechos Humanos «Fray Francisco de Vitoria”

En repetidas ocasiones escuchamos que las personas y los pueblos son titulares de derechos, que éstos últimos deben ser garantizados, protegidos, promovidos y respetados por el Estado, y si no es así, entonces los violenta por omisión, acción o aquiescencia. Es una fórmula ya clásica entre las personas y organizaciones que tienen relación con la defensa de derechos humanos.

Con el paso de los años, incluso se ha generado cierta pericia sobre la defensa integral y el litigio estratégico de derechos. La reforma constitucional de junio de 2011 robusteció considerablemente la posibilidad de llevar a la arena judicial derechos que por décadas era impensable exigir ante los tribunales judiciales y obtener resoluciones vinculatorias. Si bien es cierto que los derechos humanos ahora son una posibilidad para transformar las realidades que despojan y violentan a pueblos indígenas, urbanos y campesinos, también es cierto que, por lo que hace al tema de derechos colectivos, sociales, económicos y de protección al medio ambiente, aún falta mucho por construir y fortalecer procesos efectivos para hacer realidad el acceso a la justicia.

En este mismo sentido, entendemos que los derechos humanos son una herramienta más para la defensa de la dignidad de los pueblos. Por tanto, no son el fin, sino el medio por el cual podemos construir algunas estrategias de exigibilidad desde abajo y a favor de los grupos que históricamente han sido excluidos y explotados. Por tanto, son producto de las luchas de los pueblos: mientras más se exija el respeto y la realización de la dignidad, la justicia y la paz, más se robustecen y son más reales. Los Derechos Humanos no son todo, pero ayudan en mucho.

El Estado no se puede arrogar su origen, los pueblos sí. La historia ha demostrado que los gobiernos son los menos interesados en reconocerlos y hacerlos una realidad concreta. Aun con ello, en los años recientes, se han invocado instrumentos internacionales en materia de derechos humanos, que ahora son parte de la Constitución Política Mexicana, para exigir el acceso a la justicia, la reparación y la protección de derechos.

En ocasiones, las estrategia de defensa va acompañada de un litigio jurídico, lo cual no es fácil, pero necesario. Los procesos jurídicos llevados a cabo dentro de un determinado país son también indicadores del cumplimiento de las obligaciones que tienen los Estados al respecto, ya que deben garantizar recursos jurídicos efectivos para la protección de las personas, los pueblos y territorios, y por supuesto, acatar las resoluciones de estos procesos judiciales. Cuando no lo hace, devela que es un Estado atravesado, en muchas de las veces, por los intereses económicos sobre todo de grandes corporaciones, y deja así en desamparo a quienes son verdaderos titulares de esos derechos. Una de las vías es jurídica, que se inserta en un proceso amplio de organización social, para exigirle que cumpla con sus obligaciones. La defensa jurídica puede ayudar a las personas y los pueblos, en el mejor de los casos, a “blindarse” de acciones del Estado o de terceros, como empresas trasnacionales, que causarían estragos irreversibles en sus territorios.

En México, poco a poco se ejercitan argumentos, se construyen fundamentos jurídicos y se implementan demandas judiciales encaminadas a visibilizar las causas estructurales de estas violaciones. Se busca que los derechos sean justiciables, aunque sobra decir que los malos gobiernos, encargados de protegerlos y garantizarlos, no necesariamente ayudan a que esto sea así. Conocemos que, junto con grandes capitales nacionales e internacionales, impiden la realización y el disfrute de derechos que a las comunidades y personas les ayudarían a tener una vida digna, un buen vivir, conforme a formas organizativas que ellas determinen.

Frente a las violaciones estructurales de sus derechos, los pueblos del campo y la ciudad se organizan, se movilizan, y defienden lo que colectivamente les pertenece; en el actual contexto de imposición y agudización del sistema neoliberal, sin duda seguirán haciéndolo. Junto a esto, ahora contamos con que los tribunales pueden en potencia hacer que los derechos no les sean arrebatados.

En efecto, las vías de justiciabilidad en México se han abierto, están en movimiento y todavía en construcción. De sobra sabemos que existen resoluciones del Poder Judicial favorables para los derechos sobre todo colectivos y sociales de los pueblos, pero lamentablemente las autoridades ha sido omisas en acatarlas conforme a sus obligaciones de respeto y protección.

La Declaración de Quito (1998) sobre exigibilidad y justiciabilidad de derechos sociales, colectivos y medioambientales, retomando instrumentos y jurisprudencias internacionales, recoge el tipo de obligación de hacer que los Estados tienen para que las personas y los pueblos cuenten con recursos judiciales y otros mecanismos efectivos para exigir la realización de sus derechos ante tribunales judiciales, esto es lo que denominamos como justiciabilidad. En este mismo sentido, los sistemas Universal e Interamericano de Protección de Derechos Humanos, dado el principio de integralidad de los derechos, y sabiendo que no existen diferencias sustanciales entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales, han hecho llamados a los Estados para que aseguren recursos judiciales de carácter vinculante, sean del tipo que sean, pero adecuados, accesibles e idóneos, para hacer exigibles los derechos colectivos en caso de que los pueblos los vean violentados.

Si con las reformas estructurales, como la energética, vienen por todos nuestros bienes comunes, entonces los defenderemos todas y todos. Conforme a los procesos de exigibilidad que se ha documentado, los aspectos interrelacionados, en la defensa de los derechos, van desde la incidencia en las propuestas legislativas en los congresos federal y locales; pasa por el uso de los mecanismos judiciales (justiciabilidad); pero muy trascendental, como piso y fundamento, es la organización y fortalecimiento del tejido social. Si las estrategias de defensa jurídica no están legitimadas, autorizadas y guiadas por los pueblos, y además insertas en una movilización y organización social, y si dejamos del lado que nos acompañamos desde diversos lugares de lucha, entonces, aunque contemos con el mejor sistema judicial, el trabajo por la defensa de los pueblos y sus territorios será más difícil, pero si caminamos juntas y juntos, creativa y solidariamente, entonces la defensa será esperanzadora, propositiva y liberadora.

Fuente

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