Sergio Aguayo
Reforma
Es la peor masacre de la guerra. Los Zetas desaparecieron en Coahuila a 400 personas en 2011, el «gobierno» estatal priista investigó pero, en lugar de informar, pasó la información a la Procuraduría General de la República (PGR) de Marisela Morales y Felipe Calderón, que la sepultaron sigilosamente.
En el municipio de Allende dos jóvenes de familias acomodadas y prestigiosas universidades privadas -José Luis Garza Gaytán y Héctor Moreno Villanueva- trabajaban para los Zetas; un día se fugaron a Estados Unidos con cinco millones de dólares y una libreta con información comprometedora. El jefe Zeta-40 habló claro: si no regresaban dinero y libreta, mataría a sus familias. No respondieron y los Zetas ocuparon Allende (marzo de 2011) y, ayudados por la policía del municipio gobernado por el PAN, levantaron a unos 300 hombres y mujeres, ancianos y niños, familiares o empleados; aprovecharon para eliminar a 100 de los suyos.
Los 400 se evaporaron. Para evitar un escándalo similar al causado por la ejecución de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas (agosto de 2010), los Zetas incineraron a la mayoría en el desierto y a un centenar en las instalaciones de la cárcel estatal de Piedras Negras (uno de los «cocineros» que hicieron la tarea en la prisión explica que algunos estaban vivos pero se siente bien por no haber ejecutado a «niño o mujer»).
La población aterrorizada e indefensa guardó silencio. El «gobierno» de Coahuila, según el entonces fiscal general Jesús Torres Charles, hizo «averiguaciones previas muy serias» que entregaron a la PGR de Marisela Morales que, por esas fechas, ya compilaba los nombres de los desaparecidos que recibía de las procuradurías estatales (a finales de 2012 la relación superaba los 26 mil nombres).
En esa lista secreta -filtrada a la prensa cuando agonizaba el sexenio- no aparece registrado ningún desaparecido de Allende en 2011. Tal vez ocultaron la información recibida porque en ese año Felipe Calderón ya deambulaba por el laberinto de la negación; decía que él no había declarado la guerra al narco y guardaba silencio sobre la tragedia humanitaria.
Poco a poco se conocieron los perfiles de la masacre. El 26 de marzo de 2011 la noticia apareció en Borderland Beat, pero fue ignorada. En noviembre de 2012 el actual gobernador, Rubén Moreira, habló públicamente de la «destrucción de más de 40 casas» y de que «muchísima gente desapareció y temo que murió». Un mes después, Juan Alberto Cedillo publicó el primero de una serie de reportajes en Proceso y en 2014 han aparecido más noticias: una buena crónica de Diego Enrique Osorno y diferentes textos en El Siglo de Torreón, La Jornada y El País, entre otros.
Nos faltan detalles pero la población sigue hermética porque sabe que todavía está a merced de los asesinos. Su indefensión es absoluta porque hasta las burocracias que pagamos para atenderlos se hacen las desentendidas. En la página de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Coahuila (que preside Xavier Díez de Urdanivia) nada se dice sobre desaparecidos. Para la organización Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (FUUNDEC) la Comisión es «inoperante», «pasiva» y carente de «resultados».
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) se escabulló como casi siempre. Su titular, Raúl Plascencia, estuvo en Coahuila en junio de 2013 en un foro sobre el tema y desgranó frases lucidoras («México ya no tolera más una sola desaparición») pero ninguna referencia hizo a los desaparecidos de Allende o de Coahuila y fue hasta mayo de 2014 cuando atrajeron el caso de Allende. Resulta natural que FUUNDEC, Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México (FUNDEM) y otras organizaciones aseguren, entre otras críticas, que no encontraron en la CNDH el «eco que esperábamos».
México es el país de la indefensión y la impunidad. Los «narcouniversitarios» causantes de la masacre son testigos protegidos de Estados Unidos. Enrique Peña Nieto nombró a Marisela Morales cónsul en Milán, una de las capitales de la moda. Felipe Calderón no explica por qué ocultó la información sobre los desa- parecidos y el 24 de junio tuvo la desfachatez de decirle a Christiane Amanpour de CNN que su «estrategia para proteger […] y brindar seguridad a las familias mexicanas […] fue correcta». El Zeta-40 terminó en la cárcel pero, según una versión no confirmada, no está imputado por la masacre de Allende. En México los criminales desaparecen y los «gobernantes» son los sepultureros de las malas noticias.