Juan Manuel Vázquez
La Jornada
Raymundo Beltrán perdió muchas batallas en una sola noche. La más obvia era la derrota ante el campeón mundial de peso ligero de la Organización Mundial de Boxeo (OMB), Terence Crawford. La otra era simbólica, una oportunidad que se le escapó con el título. Quería que la protesta por los normalistas desaparecidos en Guerrero se amplificara con el altavoz que regala la fama. Lo había planeado desde antes del combate, por eso durante los 12 asaltos en los que buscó con coraje al oponente, en la cintura del pantaloncillo rojo que portaba el 11 de noviembre de 2014, destacaba la cifra 43 en medio de unos moños negros en señal de luto.
“Si la fama no sirve para ayudar a la gente, no sirve de nada”, expresa el peleador vía telefónica desde Los Ángeles.
Había planeado la escena de su victoria y el momento cúspide en el que levantarían su mano como vencedor. En ese guión imaginario, después de ser declarado nuevo monarca mundial, cuando los reporteros asaltaran el cuadrilátero para arrancarle una declaración apresurada, en ese instante, Raymundo convertiría el ritual del éxito deportivo en una protesta por la situación política en México.
Tenía listas las palabras. Ante el micrófono, todo el público del CenturyLink Center, en Nebraska, y toda la audiencia internacional, escucharía que el 43 que lucía en los calzoncillos era por los normalistas. Que el campeonato lo dedicaba a las familias de los estudiantes desaparecidos. Que era momento de decir basta a tanta injusticia en México. Que los políticos se “habían saltado la tranca”. Pero todo eso se le quedó atorado en la garganta por la derrota.
“Era el momento perfecto para ganar; había tanto en juego esa noche”, suelta con un resoplido de rabia y frustración. “No sólo porque me habría convertido en campeón, sino porque podía hacer mucho ruido para la protesta. Eran muchos triunfos para una sola noche”, agrega.
Raymundo es un tipo callado y de aspecto duro. No se le puede sostener la mirada por mucho tiempo. Pero esa imagen parece una armadura para proteger a otro hombre, uno discreto y a veces tímido. En ese silencio en el que suele envolverse, surgió la idea de protestar por la barbarie de aquella noche en Iguala.
“Estaba mirando la televisión y lo que pasó en Guerrero –recuerda–. Pensé en el dolor de las familias y que las personas públicas podíamos hacer algo, porque a nosotros nos escucha más gente. Había que hacer ruido para pedir justicia. Es lo mínimo.”
Si los peleadores suelen vender el espacio de sus pantaloncillos a empresas, partidos políticos o gobiernos por fuertes sumas de dinero, Raymundo lo utilizaría como pancarta de su descontento en la noche del combate.
“No soy nadie para juzgar a los que hacen propaganda de gobiernos o partidos políticos –advierte antes de exponer su postura–. Pero si ese partido abusa de la gente, no me sentiría a gusto de llevarlo encima.”
Un día antes de la pelea, Raymundo había convertido la ceremonia del pesaje –que suele ser un espectáculo de amenazas y bravuconería– en un acto político. En su turno al micrófono, dedicó la pelea a las familias de los estudiantes desaparecidos. A la hora del combate, subió al cuadrilátero con una cifra y dos moños negros cosidos a la cintura del pantaloncillo como una manifestación en silencio.
Aquello representaba para Raymundo un compromiso, casi una obligación. El recuerdo de la pobreza en la que creció, difícil, de casa de cartón y hambre, no le permite pensar de otro modo. Es un hombre que a pesar de la notoriedad que ha ganado con los puños no olvida que viene “de mero abajo”, y eso, asegura, lo coloca siempre junto a los débiles y las víctimas.
Desde hace 20 años vive en Estados Unidos. Salió de México una noche helada antes de Navidad junto a su madre y hermanos guiados por un coyote. Al otro lado, en Arizona, los esperaba su padre. Cuando se reunieron aún les faltaban 200 dólares para pagar el traslado, así que Raymundo tuvo que quedarse una semana con el traficante como garantía de pago.
“Aquí viví de todo. Fui discriminado por ser mexicano, me llamaron mojado y tuve que abrirme camino solo”, recuerda Beltrán.
Ese es el germen de la solidaridad de Raymundo Beltrán con las causas sociales. Hace tiempo que dejó la pobreza y su condición de migrante sin papeles. Hoy es un peleador que ha trabajado de esparrin de Manny Pacquiao y ha disputado en dos ocasiones el título mundial, una de ellas con una derrota “dudosa” ante el escocés Ricky Burns, a quien derribó en una ocasión y lo dejó con la quijada fracturada. Eso no le impide mantener intacto su sentido de solidaridad con quienes considera desposeídos y víctimas. Y para eso debe utilizarse la fama, según entiende, para llamar la atención y darle voz a quienes no la tienen.
–Me da gusto que la gente no se quede callada, que levante la voz –dice con énfasis–. Todos deberíamos hacerlo, porque tiene que haber un cambio México, necesitamos una vida más segura. Necesitamos un mejor gobierno.