Pese a la pena que enfrentan, las mujeres han creado tres cooperativas deshidratadoras de fruta.
Sanjuana Martínez
La Jornada (Foto: Sanjuana Martínez / La Jornada)
Apatzingán, Mich. ¿Cuántas viudas y huérfanos ha dejado la guerra del narcotráfico en México? ¿Cuántas mujeres tienen desaparecidos a sus parejas? En esta ciudad, unas y otras se han unido para intentar sanar su dolor y encontrar una alternativa económica a su desgracia. Entre todas han creado tres cooperativas deshidratadoras de fruta y van por más.
Cada sábado se reúnen a las 7 de la tarde en las puertas del palacio municipal para rezar el Rosario. Después sigue la terapia en grupo e individual. Todas se reconocen como víctimas de la violencia. Algunas vieron morir a sus esposos, otras fueron testigos de su desaparición a manos de autoridades o de Los caballeros templarios, y la mayoría no ha recibido atención alguna por parte del gobierno.
Viudas y huérfanos son los “daños colaterales” de la guerra iniciada por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto, pero su entereza para transformar el sufrimiento en lucha se vive aquí diariamente.
María Luisa tiene 46 años y ha vivido los dos tipos de dolor: primero la desaparición y ahora el duelo por la muerte. Perdió a 12 miembros de su familia. El 26 de agosto del año pasado trabajaban en una huerta de limón en El Pitayo, ubicado en el municipio de La Huacana, cuando un comando armado llegó por el habitual “cobro de piso” y luego asesinó a 15 personas.
Entre ellos estaba su hija de 18 años, nietos y sobrinos de 12 y siete años, un bebé de un año y medio y otro de cuatro meses. El pasado marzo todos fueron encontrados en una fosa clandestina. Una de las jóvenes mamás tenía a su bebé en brazos, en señal de protección. Desde entonces, María Luisa acude a las terapias: “Yo me quería morir”, dice llorando, frente a sus compañeras.
“No me gusta hablar de esto, porque me da mucha tristeza, pero tengo que sacarlo”… Tengo coraje. El gobierno, ¿qué hizo? Fue una masacre y nunca nos ha dicho nada. Los templarios andan por todas partes, hasta aquí mismo en la ciudad. ¿La policía? Ellos mismos sirven para los templarios. Todo sigue igual. Mi familia no duerme en casa. Tenemos miedo de que vayan por nosotros. Me quiero ir de aquí, pero mis hijos no se quieren ir… Yo me quería morir. Pero desde que me dan terapia se me quitó la idea.”
Uno de los precursores de este programa es el sacerdote Gregorio López Gerónimo, conocido como el padre Goyo, un hombre comprometido con su pueblo y dedicado a ayudar a las víctimas de la violencia a través de la asociación Cristos: “Hay 4 mil 800 huérfanos en Apatzingán y más de 2 mil 500 viudas. ¿Qué está haciendo el gobierno para atenderlos? Aquí se necesitan recursos, apoyos de todo tipo. Esta es una emergencia”.
Testigos de la violencia
El camino para sanar no es fácil. En la mayoría de los casos sus parejas, asesinados o desaparecidos, eran el sostén de la familia. De un día para otro la vida les dio un vuelco. Ahora buscan la forma de mantener a sus hijos, además de encontrar los caminos para trabajar sicológicamente la desaparición y la muerte de sus seres queridos.
“Hacemos ejercicios para motivarnos, pero dos de los sicólogos ya no vienen porque no tenemos recursos para pagarles”, dice Raquel González Espinosa, de 33 años, emprendedora de las tres cooperativas deshidratadoras.
Su esposo, Alberto Zacarías Vaca López, desapareció el 3 de septiembre de 2012 cuando viajaba a Tijuana para recoger unas refacciones para su taller de motocicletas. “Lo llevamos a la central de autobuses y todo el camino iba mensajeándonos, pero después de Pátzcuaro ya no se comunicó. No sabemos si lo bajaron del autobús, no sabemos nada, aunque yo creo que está muerto. Ya son dos años”, señala con resignación.
Tiene tres hijos; la mayor de 12 años atiende el negocio de las motos: “Fue un golpe al ciento por ciento, tanto emocional como económicamente. Desgraciadamente así pasaron las cosas”.
Gilberto Camacho Reyes, de 42 años, trabajaba como contratista de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y fue asesinado hace cuatro años. Su esposa, Juana Prado Zaragoza, habla: “No se sabe quién me lo mató. No sé nada, simplemente me lo trajeron en caja y listo. No tengo ni idea de lo que le pasó”.
La CFE no le ayudó con nada, ya que su marido no tenía derechos ni seguro social. Tiene dos hijos y trabaja seis días a la semana; en la mañana en un desayunador y en la tarde con una costurera: “A mí me gusta la máquina y he sacado bastillas y todo eso, bendito sea Dios. ¿Que cómo le he hecho? No sé. Dios me ha ayudado. A veces no tenemos que comer, pero sucede un milagro”.
Para Claudia Elizabeth Ramírez Robles, de 26 años, el duelo ha sido prácticamente imposible. Llora todo el tiempo. En abril del año pasado su esposo, Jesús Castrejón Macías, de 24 años, salió a trabajar al campo en la cosecha de limón y ya no volvió: “Me enteré hasta el lunes por el periódico. Fue una matanza de 12 personas. Lo identifiqué. Tenía la cabeza destrozada por los balazos”.
Tiene dos niños pequeños. Vende cenas en su casa y por la mañana fruta: “Cuando anunciaron este proyecto dije, de aquí me voy a agarrar, porque no hay otra opción y con niños es muy difícil, ellos sólo piden. Preguntan por su papá y hablan de él todo el tiempo. Es bien difícil, porque están chiquitos. No se les puede decir. Mi mamá me ayuda, mis suegros están peor que yo de jodidos. De aquí o de allá, un taco siempre hay en la casa”.
Para María Candelaria Flores Mariano la situación es peor. Tiene cuatro hijos. Su marido, Miguel Bermúdez Saiz, 36 años, trabajaba como taxista y desapareció cuando ella estaba embarazada.
“La última vez que lo vi fue el 25 de junio, hace tres años. Salió a trabajar y ya no volvió. Sus compañeros me dijeron que los federales se lo habían llevado. Denuncié en Derechos Humanos, pero nunca se supo nada; hasta ahorita no se he sabido nada de él”.
Es trabajadora doméstica y gana sólo 600 pesos a la semana. Su hijo mayor, de 18 años, dejó de estudiar para trabajar. Ahora es campesino y se emplea en la cosecha de limón: “Gana 70 pesos al día, pero con los camiones y la comida me llega con 30 pesos nomás. A veces nos quedamos sin comer, a veces sólo comemos una vez al día. Hay días que me regalan comida echada a perder y ni modo. “Solamente Dios sabe cómo la paso y salgo adelante”.
Un duelo interminable
Gloria Gil Castillo trabaja con el padre Goyo en la parroquia La Asunción, y está encargada de las cooperativas deshidratadoras de fruta. Dice que pronto serán seis y que en ellas trabajarán 60 viudas y jefas de familia: “Este programa soluciona en parte la economía de las señoras y sus hijos, algunos incluso se han salido de la escuela porque no hay forma de que las mamás les den estudio por la falta de dinero”.
En este momento requieren de sicólogos y capacitadores que ofrezcan talleres para administrar las cooperativas, porque cada día hay más viudas y esposas de desaparecidos: “En los periódicos no sale nada, pero sigue habiendo muertes y desaparecidos todos los días. En nuestro grupo Arcoiris desapareció hace unos días una muchachita de 17 años”.
La violencia se ha instalado en esta ciudad y el resto de Michoacán hace años. Víctor Manuel Pardo Figueroa desapareció hace cuatro años, pero Alondra Patricia Cerda Reza nunca denunció los hechos por temor, y ahora busca tener el acta de defunción para arreglar documentos.
“Cuando entré al grupo me pidieron el acta de defunción. Les expliqué cómo habían pasado las cosas y me dijeron que ellos me ayudaban a poner la denuncia, pero igual dudo todavía. Aquí la situación sigue muy fea. Ya perdí las esperanzas de encontrarlo. Lo doy por muerto. Es mucho tiempo y yo creo que ya no va a aparecer. Se lo llevó la policía ministerial.”
Hay procesos muy complicados. El marido de María Azucena Cerda Reza murió en sus brazos luego de recibir media docena de balazos: “Yo vi todo desde la ventana de mi casa. Me quiero hacer fuerte, pero no puedo”.
Fue asesinado el 28 de junio de 2012. Un joven llegó a su casa y le apuntó frente a unos albañiles que trabajaban en una construcción: “Córranle que vienen a matarme”, les dijo mientras corría.
María Azucena llora en silencio: “Yo cerré la puerta y les dije a mis hijos escóndase debajo de la cama. Luego me puse en la ventana esperando que me disparara. Pero oí los disparos enfrente. Cuando se fue, salí gritando. Lo encontré bañado en sangre, vivo, me lo puse en las piernas. Le dije: ‘No cierres tus ojos. Quédate conmigo’”.