Por Carlos Fernández-Vega
(La Jornada)
Más que felices están las armadoras automotrices (todas de capital foráneo) y las instituciones bancarias (trasnacionales casi en su totalidad) que de México han hecho su paraíso, porque la presunta autoridad ecológica (federal, de la Ciudad de México y la de municipios conurbados, siempre guiadas por el inenarrable gobernador chapitas) ha decidido que todo aquel que quiera circular libre y cotidianamente por la gran metrópoli debe contar con suficientes recursos económicos, porque de lo contrario se verá en la penosa necesidad de trasladarse a pie.
Así es. Para combatir el brutal daño ecológico que causa el enorme cuan creciente parque vehicular que cotidianamente circula por la Ciudad de México y los municipios conurbados, e intoxica a los habitantes metropolitanos (el causado por la industria contaminante permanece intocado), el gobierno federal, el de esta capital y el del estado de México decidieron que los ciudadanos deben pagar mucho más por las fallidas cuan corruptas políticas públicas aplicadas desde casi cinco lustros atrás para –versión oficial– «combatir» la contaminación en la Zona Metropolitana del Valle de México.
Ya los saquearon y decididamente los volverán a saquear: a lo largo de dicho periodo, a los ciudadanos les vaciaron los bolsillos con engomados, hologramas, verificaciones, catalizadores, carísima gasolina «sin plomo» (que resultó chafa y altamente contaminante), doble no circula, verificentros, policías atracadores y demás gracias, pero resulta que la contaminación, que según esto «combatirían», aumentó y aumentó hasta que la nata de mierda se nota a simple vista.
Al mismo tiempo, otras políticas públicas otorgaron todo tipo de «facilidades» a las armadoras de vehículos y sus distribuidores para que la venta de automóviles se convirtiera en una verdadera kermés: financiamientos a 78 meses (con intereses «manejables») para adquirir vehículos nuevos y seminuevos, un titipuchal de modelos a escoger, bancos que otorgan créditos en un abrir y cerrar de ojos (con la condicionante de que compren seguro de vida y para el automóvil en la propia institución) y etcétera, etcétera.
Y junto a ellas otras políticas públicas que, por un lado, impulsaron la construcción (y, desde luego, el negocio privado) de majestuosas cuan costosísimas obras viales en la capital de la República, siempre en beneficio de la cultura del automóvil y, por otro, el olvido absoluto del transporte público que de por sí es deficiente y contaminante a más no poder, mientras el Metro se cae a cachos, los trolebuses son más lentos que el crecimiento económico, lo que ya es mucho decir, los taxis son pedacería ambulante, aunque también grandes cuotas de voto y el Metrobús un día choca y el siguiente también.
Eso sí, las industrias altamente tóxicas –muchas de ellas en el norte de la capirucha o en los municipios conurbados del estado de México– permanecen igual de intocadas y contaminantes que de impunes, y nadie osa alterar su tranquilidad aunque los ciudadanos no respiren.
Paralelamente, la industria de la corrupción –la de mayor desarrollo en el país– creció más rápido que la contaminación y la venta de vehículos, y hasta ahora la presunta autoridad reconoce los chanchullos de los verificentros y demás instancias –públicas y privadas– dedicadas a «supervisar» que los vehículos «cumplan» con la norma ambiental. Y las «sanciones» se esfumaban con el policía de la esquina que cobraba un billete con la efigie de sor Juana para dejar pasar al infractor ecológico y seguían con las supuestas «patrullas verdes» que optaban por un billete con la efigie de, primero, el mismísimo general Zaragoza, y después, con las caras de Diego y Frida, sino es que más.
Y durante más de tres lustros los nueve regentes y/o jefes de Gobierno del ex Distrito Federal involucrados en ese periodo (Manuel Camacho, Manuel Aguilera, Óscar Espinosa, Cuauhtémoc Cárdenas, Rosario Robles, Andrés Manuel López Obrador, Alejandro Encinas, Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera), junto con sus respectivos «responsables» de la política ecológica, aseguraron sin siquiera sonrojarse que el Hoy no circula funcionaba muy bien, y seguían construyendo majestuosas obras para los automóviles y, a la vez, promoviendo su venta. Y lo lograron: en el periodo el parque vehicular se multiplicó por tres.
Todos ellos sabían que la ciudad era un caos ecológico, con ganas de empeorar, pero les valió una pura y dos con sal. Era obvio que todo reventaría más temprano que tarde y que la nata de mierda envolvería sin más a los capitalinos y a todo aquel valiente que circulara por la gran metrópoli. Y ya que reventó, la presunta autoridad ha decidido que el responsable es el ciudadano y que, obviamente, debe pagar no sólo las consecuencias de su maldad y desatino, sino por la brillante «solución» que encontraron Pacchiano y sus trovadores, es decir, vender más coches y camiones nuevos para que la gente circule, y aquella que no tenga con qué pagar, pues para eso nacieron con pies.
¿Desconcentrar instituciones? ¿Reubicar industrias? ¿Reacomodar poblaciones? ¿Reordenar horarios? ¿Poner límites? Nada: vender más coches y camiones nuevos, que para eso están puestos los armadores y los bancos para financiar el operativo. El negocio es lo primero; de hecho, lo único que les importa, y por lo mismo vemos al señor de los silbatos promoviendo el «financiamiento para nuevas unidades» de transporte público, con lo que sus dueños podrán cobrar mucho más por pasaje: «si tienes un mejor vehículo, puedes tener una mejor tarifa», dijo el vendedor Mancera, no sin olvidar a sus amigos los barones del dinero: «hay una gran participación del sistema financiero privado, es decir, de la banca, donde quieren participar; ellos están dispuestos a participar, a financiar».
Por si fuera poco, otra de las brillantes ideas es que sean los propios armadores de vehículos o sus distribuidores los que verifiquen si las unidades que venden contaminan o no, si ameritan el holograma doble cero o el destierro. Es una maravilla, porque sólo hay que recordar lo sucedido con, por ejemplo, Volkswagen y Audi y su software instalado en algunos de sus vehículos con el fin de falsear la información sobre emisión de gases contaminantes.