Arturo Cano
La Jornada
Iguala, Gro., 22 de octubre.El cuerpo de gendarmería duerme en los hoteles del centro de esta ciudad; ya no hay habitaciones para los compradores de joyas o de quesos que, además, dejaron de venir. Pero este día, muy de mañana, se esfumaron con todo y vehículos.
Así, la marcha de estudiantes, maestros y ciudadanos transcurre sin vigilancia policiaca. ‘‘No venimos a alterar la paz social; eso lo hizo quien dio la orden de matar y desaparecer a los muchachos’’, dirán los manifestantes una y otra vez desde su vehículo de sonido.
El nutrido contingente hace la ruta que la noche del 26 de septiembre recorrieron los normalistas de Ayotzinapa, luego de que tomaron dos camiones en la central camionera, la cual se encuentra a nueve cuadras del lugar donde la presidenta del DIF municipal, María de los Ángeles Pineda Villa, y su esposo, el alcalde José Luis Abarca Velázquez, estaban bailando.
Para salir hacia la carretera que conduce a Chilpancingo, los estudiantes tomaron la calle donde, al topar con el Periférico, fueron atacados. Esa arteria pasa a un costado de una plaza contigua a la explanada de la presidencia municipal, donde se celebraba la fiesta del matrimonio hoy identificado como pieza clave del cártel Guerreros Unidos. De modo que los estudiantes, que sólo querían regresar a Ayotzinapa (los autobuses serían utilizados para viajar al Distrito Federal el 2 de octubre), pasaron a dos cuadras y no se detuvieron a ‘‘boicotear’’ el acto de precampaña de los Abarca Pineda.
Solidaridad igualteca
Los igualtecos se dividen. Una parte, que se asoma a puertas y ventanas, apoya la protesta. Los dirigentes de comerciantes han llamado a sus socios a respaldar la marcha entregando bebidas a los manifestantes. Sobran bolsas, botellas, agua simple y de sabores. Una tienda de artículos para fiestas entrega globos blancos.
Cuando la columna llega al ayuntamiento, un pequeño grupo que siempre ha ido adelante se desprende y se lanza contra el edificio. Truenan cristales y vuelan candados.
Es el ataque más cantado de la historia, por lo que los regidores y el encargado de despacho –un contador militante del PT que le levantó la mano al candidato del PRI en la contienda contra Ángel Aguirre– han tenido largos días para sacar todo lo importante.
Una media hora después, el grupo encargado de destrozar el palacio municipal se reincorpora a la vanguardia de la marcha. Pero los destrozos siguen. Ciudadanos y reporteros locales identifican a los remplazos como ‘‘vaguitos’’ y halcones del crimen organizado. Los nuevos atacantes avivan el fuego y se llevan lo poco de valor que queda, incluyendo un chaleco antibalas. Luego, aprovechando el viaje, se van a la plaza comercial Galerías Tamarindos, donde el acaudalado alcalde con licencia (y prófugo) invirtió 300 millones de pesos.
Ahí se les suman más ‘‘vándalos’’, algunos de los cuales son identificados por vecinos como halcones del crimen organizado.
La turba se lanza sobre las tiendas de ropa y accesorios y sobre un negocio de electrodomésticos. Cuando huyen, a bordo de taxis cargados con pantallas de televisión, llegan los primeros reporteros. La Policía Federal demora 20 minutos más, pero con un aparatoso operativo. Los mismos empleados de las tiendas han identificado a varios de los atacantes como vecinos de la zona. A un costado de la plaza, en un taller mecánico, varios de los atacantes beben tranquilamente cuando les cae la policía. Una decena son detenidos.
La plaza comercial se encuentra justo enfrente de una de las entradas de la sede del 27 batallón de infantería de la Secretaría de la Defensa Nacional que, por cierto, cedió los terrenos para estacionamiento y accesos.
Un mar de fosas
En distintos trechos de la marcha, los igualtecos que uno ha ido conociendo en estos días se acercan para soltar un dato u otro, de aquí o allá.
‘‘Ni siquiera están buscando, o no como debieran. Varias personas señalaron la colonia Che Guevara, rumbo a Pueblo Viejo, donde hay unas cuevas. Los de la Upoeg se acercaron, pero ya no se animaron a llegar porque les avisaron que allá había gente armada’’, señala un profesor que estuvo presente en el segundo ataque.
La Upoeg, el grupo dirigido por Bruno Plácido, lleva ya semanas en la ‘‘búsqueda’’. Su territorio es la Costa Chica, y llegó aquí con 400 hombres, con la condición de moverse sin armas. Y así ha sido. Total que pasaron la información a las autoridades federales. ‘‘Pero hasta donde sé no han ido’’.
Micrófono en mano, un dirigente del Frente Igualteco por la Dignidad y el Respeto a la Vida dice: ‘‘Iguala es una ciudad rodeada de un mar de fosas clandestinas’’. Tras él marchan dos mujeres que sostienen un cartel con la fotografía de su familiar desaparecido: Tomás Vergara Hernández, taxista de Huitzuco, secuestrado el 5 de julio de 2012.
La hija de Vergara dice que apenas hace dos meses les tomaron muestras de ADN, pero con la advertencia de que ‘‘tenían mucho trabajo’’. En el cartel que portan ella y su madre se lee: ‘‘¿Acaso sólo hay justicia para desapariciones masivas?’’
Ojalá al menos así fuera.
Las mejores manos…
El segundo ataque a los normalistas ocurrió ya en la madrugada del sábado 27 de octubre. Un grupo de profesores de la Ceteg acompañaba a los estudiantes en una conferencia de prensa cuando desde una camioneta que se detuvo a cierta distancia comenzaron a dispararles.
En esa agresión también participaron, según un testigo, los hermanos Víctor, Mateo y Salvador Benítez Palacios, Los Peques, quienes luego del primer ataque observaban a los normalistas a una cuadra de distancia, en la esquina de la calle Benito Juárez, donde son dueños de un autolavado y un depósito de cerveza.
Los hermanos son señalados como sicarios al servicio de Sidronio Casarrubias, ‘‘líder máximo’’ del cártel Guerreros Unidos, de acuerdo con autoridades federales.
Tras el ataque, ‘‘que debe haber durado apenas tres minutos’’, uno de los profesores de la Ceteg cargó con ayuda de varios jóvenes a un compañero herido. Huyeron rumbo el centro de la ciudad. Se detuvieron a tres calles, porque encontraron abierta la puerta de la clínica privada Cristina.
El herido, que sigue hospitalizado, se llama Édgar Andrés Vargas y es originario de San Francisco del Mar, Oaxaca. Una bala le destrozó el maxilar superior y la base de la nariz.
Poco después llegó el dueño de la clínica, el médico Ricardo Herrera. El profesor suplicó: ‘‘Tenemos un herido, por favor véalo’’. El médico ‘‘se acercó a mirarlo, vio la herida como a 30 centímetros de distancia y sólo dijo: ‘Híjole, cuate, sí te dieron duro, vas a necesitar cirugía’’’.
El profesor había logrado que una compañera le mandara un taxi y pidió ayuda al doctor para subirlo y llevarlo al hospital. En lugar de ello, el médico ‘‘se fue a los pisos de arriba para ver si no le habíamos robado nada’’. El maestro de la Ceteg cubrió la cara del muchacho con una playera y le dijo al taxista que habían tenido un pleito y que le habían abierto el rostro con una botella. Sólo así logró llevarlo al hospital.
La marcha se detiene casualmente frente a la clínica. Un joven con el rostro cubierto, que ha escuchado parte de la conversación, pregunta: ‘‘¿Este es el hospital donde no quisieron atender al herido?’’ Se le dice que sí. Trae un garrote en la mano, pero es disciplinado y se reincorpora a la fila rumiando su coraje.
En la misma clínica privada labora el ginecólogo Neftalí Nucamendi, quien se anuncia así (tierno dibujo incluido): ‘‘Las mejores manos para recibir a tu bebé’’.