SAN LUIS POTOSÍ: Los ayuntamientos ecocidas y las víctimas de la codicia

A la memoria del doctor Juan H[erón] Sánchez Carrasco,
apóstol potosino del árbol

ÓSCAR G. CHÁVEZ
La Jornada

Para todos aquellos que de alguna forma nos encontramos relacionados con la ciudad de San Luis Potosí –por nacimiento, vecindad temporal o permanente, e incluso tránsito esporádico– nos resulta muy familiar el conjunto arquitectónico que da lugar a la plaza de los Fundadores, llamada por cerca de tres siglos plazuela de la Compañía; jardín Mariano Arista en algún momento del siglo XIX y jardín Benito Juárez, durante el porfiriato. Es delimitada al norte por la calle Álvaro Obregón y el antiguo conjunto jesuita: la capilla de la Sacratísima Casa de Nuestra Señora Loreto, el templo de la Compañía y el ex colegio de San Luis, hoy edificio central de la Universidad Autónoma; al sur la calle de Venustiano Carranza y los horrendos edificios del llamado centro joyero, el Banorte, el restaurante La Parroquia y el Centro Guimevi; al poniente el monumental y secular edificio Ipiña y al oriente la calle de Aldama y una serie de adefesios de concreto, uno de ellos llamado edificio Capitán Miguel Caldera, homenaje del peor de los gustos –y de algún torcido cerebro– al fundador del pueblo de San Luis.

La plaza de los Fundadores, llamada así desde 1942, constituyó por cerca de cien años, primero como Instituto Científico y Literario y luego como Universidad, el eje de la vida estudiantil potosina que giraba en torno al edificio que albergaba el bachillerato y las facultades universitarias; en ella tenían lugar manifestaciones y festejos estudiantiles. Con la creación de la Zona Universitaria, a donde fueron trasladadas la mayoría de las facultades, esa sección del Centro Histórico comenzó a experimentar una serie de cambios, tanto en vida cotidiana como en fisonomía. A mediados de la década de los sesenta se inició la demolición de antiguas fincas que constituían una manzana existente entre las calles de Aldama, Díaz de León, Obregón y Carranza; desaparecieron entonces algunos establecimientos como Gases Industriales, de Augusto Eichelmann; Transportes Especializados Freich y el hotel Nicoux, cuya existencia iba casi a la par del siglo; la fachada del antiguo colegio jesuita adquiría una visibilidad total, sin embargo la vieja traza virreinal de la ciudad experimentaba otra modificación en la fisonomía original de sus plazas.

La bárbara piqueta del progreso hizo lo suyo, luego ante la orden y complacencia del gobernador Antonio Rocha Cordero (a quien el vulgo parlero y decidor había impuesto el mote de Antonio Plazas, por la cantidad que de estas se construyeron durante su gubernatura), se iniciaba la remodelación de la plaza de los Fundadores, que con su innovadora propuesta fue inaugurada en septiembre de 1970. Ya no era más una pintoresca y arbolada plaza de pueblo, había sido convertida en una fría e inexpresiva plancha de concreto sobre un estacionamiento construido luego de la desecación de veneros del lugar, a cuyos generosos y refrescantes fluidos hídricos se habían acogido los primeros pobladores indígenas y españoles del pueblo; y en donde –dice la tradición– fue fundado el primitivo puesto de San Luis, que ahora entraba con el pie derecho al primer mundo, tenía ya un estacionamiento subterráneo.
La explanada –que no plaza– de ahí en adelante se convirtió en un espacio destinado a actividades culturales y en las décadas de los ochenta y noventa, punto neurálgico por antonomasia de las efervescentes concentraciones navistas; quedan sin embargo en el recuerdo colectivo, espacios comerciales como el hotel Nicoux, Robert´s, Casa Deutz, luego Guimevi –primera plaza comercial de la ciudad, llamada así en memoria de don Guillermo Mejía Viadero–; el Banco del Centro y desde luego la cautivante juguetería Félix, de don Leonardo Robles Guevara, cuyos aparadores constituían infierno, purgatorio y paraíso, para cualquiera de los niños que nos vimos reflejados en sus vidrieras.

No obstante la inexpresividad de la plaza –como el rostro mismo del gobernador que la planeó–, había una muestra de vida en su extremo oriente (al paño de la calle de Aldama), esta era otorgada por unos frondosos laureles de la India, que aparte de obsequiar abrigo a las aves de la zona, daban sombra, protegían del vespertino sol y ocultaban los abortos arquitectónicos de esa acera; sin embargo ya no los disimulan más; hace unos meses –por orden de algún limítrofe funcionario municipal– fueron mutilados de una forma tan infame y grotesca, que es más que seguro que pronto serán retirados de ese lugar sus troncos muertos.

No nos escandalicemos ante los ecocidios oficiales, son práctica recurrente en nuestra ciudad; desde hace varias administraciones municipales a las que seguro enorgullece poner en práctica y hacer uso –frente a su pobreza de leguaje– de un neologismo que propone cualquier acción nociva efectuada en contra del medio ambiente. Es posible recordar –y ya no sé si lamentar–algunos casos, entre los que destacan: la estúpida poda de magnolias en plaza de Armas durante la faraónica administración marcelista, y el bestial embate labastidista en contra de las jacarandas de la calle 18 de Marzo; todos justificables, dijeron, por estética o “razones de seguridad”. Sin embargo considero que el caso más execrable ha sido hasta ahora, el mencionado líneas arriba: el de los antiguos laureles de la India del costado oriente de la plaza de los Fundadores, sobre la calle de Aldama; los autores directos los desconozco, mientras que algunas fuentes señalan como responsables a los propietarios del edificio Miguel Caldera, que aparentemente pretendían –y lograron– dar vista a sus patéticos locales, otras señalan como responsable directo a la Dirección Municipal de Parques y Jardines. Dicen de nuevo, las autoridades municipales e incluso una bella y prístina regidora, que podían desplomarse con alguna ventisca o dañar “los cables” del lugar; si conocieran su ciudad, observaría que el cableado aéreo no existe (fue oculto durante la remodelación ordenada por Horacio Sánchez Unzueta en su periodo de flamante gobernador, ahora lucido y dinámico responsable de las obras del Centro Histórico); y si conociera de árboles –ya que por algo es regidora de ecología– sabría que la raíz del Ficus benjamina es proporcional a la altura de la copa.

De cualquier manera en San Luis Potosí, lugar de contradicciones, nada debe extrañarnos: un alcalde ecocida que en su momento, como resabio lastrista y rector de la UASLP, creó un posgrado en ciencias ambientales; un falso ambientalista, como todos los miembros del partido verde –dijera Juan Carlos Ruiz Guadalajara– entronizado como secretario de Medio Ambiente y un médico al que, como instrumental jabonoso en quirófano, todo lo que ocurre en el estado se le sale de las manos.

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